La Chispa de la Vida

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La Chispa de la Vida

Por: Monti

Nunca pensó en suicidarse, pero sí se cuestionó cómo iba a ser su vida a partir de aquel momento. Todo se colocó patas arriba de un día para otro; perdió su trabajo de publicista y a la mayor parte de sus amigos y familiares. Un perverso ejercicio de ensayo y error fue la única herramienta de la que dispuso para convertir su casa en un espacio natural protegido, alejado de cualquier sustancia de origen artificial que alterara su nuevo ecosistema. Cuando las trazas se convierten en toneladas tu escala de valores y prioridades se derrumba y son pocas las personas capaces de aceptarla. Las verduras tratadas con pesticidas o ceras le provocaban una urticaria por todo el cuerpo que le duraba varios días; el aroma de una colonia inflamaba su nariz y garganta hasta el punto de no poder respirar con normalidad; otras sustancias presentes en la calle aún no las había identificado y conseguían que perdiera la noción del tiempo y del espacio y regresar a su casa se convirtiera en toda una aventura. Se preguntaba cómo hubiera reaccionado ella si esto le hubiera pasado a una persona de su entorno. Le gustaba creer que habría aceptado el ritual preparatorio de cada encuentro así como las limitaciones para el ocio que se imponían, sin que ello afectara a su relación, sin ir reduciendo progresivamente la frecuencia de las visitas hasta abandonarla por completo.

Escuchó por televisión que las vidas de todos tenían que cambiar con motivo de la pandemia y que no se podría salir a la calle si no estaba justificado por una causa de fuerza mayor; habría que vivir en un régimen de aislamiento social, extremando las medidas para evitar el contacto con un agente que nos podía matar, un virus. En ese momento rio a carcajadas por primera vez en mucho tiempo. Tenía gracia que su televisor le dijera que no podía hacer esas cosas de las que ya casi se había olvidado.

Pensó que estaba preparadísima para sobrellevar el confinamiento. Durante unos segundos no pudo evitar sentir alivio, pues si bien el mal de muchos es el consuelo de los tontos, se alegró, con cierto espíritu revanchista, que todas las personas experimentaran el miedo a enfermar por el hecho de salir a la calle y tener contacto con otras personas. Pensó que aquellos que preferían no verla antes que ducharse con determinados jabones o no usar perfumes se merecían pasar una temporada sin poder ver a sus seres queridos, o que para hacerlo tuvieran que tomar incómodas medidas de precaución. Con el ceño fruncido y el mal genio de un ermitaño dijo en voz baja: ¨video llamadas para todos¨.

En seguida se arrepintió de haber deseado a alguien que viviera en si cuerpo, aunque fuera solo durante una temporada, pero es que a la convulsión que provocó la aparición de su enfermedad se unía ahora la confusión provocada por la Covid-19, a los que se sumaba la desorientación que experimentaba de vez en cuando como uno de los variados síntomas del síndrome que sufría. Por culpa de su sensibilidad no podía acercarse a la mayoría de humanos del planeta ni pasear tranquilamente por los lugares habitados. Por causa del virus no debía juntarse con otras personas ni caminar por la calle. Tuvo la sensación de ser una muñeca rusa encerrada bajo otra un poco más grande, y esta a su vez tapada por otra de mayor tamaño.
Asistía perpleja a las declaraciones de políticos de todo tipo alabando la solidaridad del pueblo, que de forma ejemplar se había confinado en casa. Ese virtuosismo parecía desaparecer en los supermercados y farmacias en los que se aplicaba la máxima de ¨el que venga de atrás que arree¨. No se sentía identificada con los aplausos de las ocho de la tarde a un sistema sanitario que a ella la había olvidado. Aún así no faltaba a ninguna cita, pues era el único acto social en el que había participado en igualdad de condiciones desde hacía mucho tiempo. Aprovechó varias de las iniciativas que mucha gente

emprendía para hacer más llevadero el confinamiento de la población aunque tuviera que apartar como a una mosca pesada el pensamiento recurrente que oscurecía su alma basado en la idea de que todo es una cuestión de números, no de personas. Juana, Pedro, Mari Carmen y Emilio no valían nada si solo se trataba de ellos, en cambio, si eran muchos más, aunque fueran desconocidos, entonces sí. Se sentía más apestada por la sociedad que nunca, ahora visitar cualquier sitio, aunque fuera la calle, era para ella una recaída garantizada; todos los espacios eran desinfectados frecuentemente con los productos más agresivos y con grandes dosis. En cierto modo se sentía como una especie de coronavirus.

Pasó sin avisar, aquel joven decidido a erigirse héroe del pueblo salió al rescate de sus vecinos con su tractor y una cuba dosificadora cargada de agua con lejía. Tuvo que hacerlo justo en el momento en el que tenía las ventanas de la casa abiertas de par en par para airearla. Notó el picor en la cara y el paladar antes de escuchar el motor del vehículo y no le dio tiempo a cerrar toda la casa antes de caer al suelo. Cuando se recuperó, la pandemia ya había pasado, ya nadie se lamentaba por la cuarentena y el distanciamiento social. Dejó de compartir ambas cosas con los demás; volvió a estar sola, en realidad siempre lo había estado, solo que la soledad de los demás pareció aliviar la suya. Se preguntaba si la gente seguiría haciendo propuestas para aliviar su confinamiento y si habría muestras de solidaridad hacia ella. No esperaba gran cosa de la sociedad del supermercado, lo visto hasta ahora no animaba a hacerlo.

Un buen día se levantó con un estado de ánimo irracional, estaba peligrosamente contenta, como cuando tienes una relación íntima muy satisfactoria después de una larga sequía tras una ruptura sentimental. Lo cierto es que llevaba varios días sin sensación de fatiga y eso influía en su estado de ánimo, que fue mejorando hasta explotar aquella mañana en la que decidió que dejaría de culpar a los demás por las cosas que hacían y dejaban de hacer y que a ella le perjudicaban o al menos no le ayudaban. Tan cierto como que los reproches estaban merecidos lo era el hecho de que no servían para nada. Pensó en utilizar sus recursos como publicista para mostrar a los demás algo de forma atractiva, para venderles una idea que compraran.

Supo representar sus sentimientos de forma gráfica en una sola página a color; una colorida matrioska da un salto en el aire y con una gran sonrisa arranca de su cara una mascarilla. La muñeca que tenía debajo se queda en el suelo con la mascarilla puesta y pregunta: ¿Cuándo puedo yo?. La idea gustó a los miembros de la asociación que atendía a las personas que, como ella, padecían sensibilidad química múltiple. No hizo falta mucho esfuerzo para conseguir que casi todo el mundo tuviera en su móvil esta imagen, que sirvió de bandera para que todos los que viven permanentemente confinados y aislados de la sociedad reclamaran que se les tuviera en cuenta. Nada cambió de la noche a la mañana, pero así empezó.

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