Xero

Xero

Por: Monti

Con doce años y madre de dos hijos me avergonzaba que la gente supiera que aún no había acabado mis estudios, así que me subía a leer al tejado del silo de lagartos aunque las vistas desde allí no favorecieran la concentración. Si miraba hacia el mar, los niños jugaban al escondite en aquellos autobuses abandonados que flotaban aguas adentro, sus gritos y la alegría de sus rostros arrugados mientras corrían sobre el agua atraían poderosamente mi atención, incluso forzaban una sonrisa que jamás enseñaría en público. Hacia el otro lado se podía observar un botón de muestra de aquello en lo que nos estábamos convirtiendo; el viejo Xero dándole a aquellas gacelas saudíes nuestros espinos, dejando que lamieran ávidamente su mano humedecida con el agua que tantas horas de trabajo nos costaba condensar. Cuatro animales extintos en vida, a los que manteníamos consumiendo casi la mitad de los recursos de nuestro país, solo para explicar a los niños que la carne que comíamos procedía de esos bichos prehistóricos.

Cuando se ponía la luna, Xero reunía a los niños de todo el país junto a un montón de piedras y les contaba sus historias. La de la mujer más longeva de La Tierra, que vio nacer al hijo de su hija; la de la última desaladora, la que aún funcionaba cuando el resto ya no podía sacar ni una gota más de agua de la salmuera en la que habíamos convertido los mares; la del hombre que viajó al lado oscuro del planeta, un mundo sin luz al que solo alumbra la luna y del que dicen que una persona solo es capaz de aguantar con vida unos minutos, un tiempo en el que la piel se encrespa, los pelos se levantan pidiendo ayuda, los labios y los dedos adquieren un color morado, todo el cuerpo tiembla pero cuando mayor es el sufrimiento llega el sueño, primero con un duermevela placentero en el que desaparece todo el dolor y, finalmente, cerrando los ojos para siempre. Todos reíamos mucho con el cuento de la mujer que hipotecó la orina de toda su vida a cambio de la piel de una gacela muerta, la cual usaba para esconder su cuerpo salvo los brazos, las piernas y la cabeza. La lunada siempre acababa con los más valientes saltando el montón de piedras, algunos incluso caminaban sobre ellas.

No pasaba un día en el que antes de dormir no bañara a mis hijos. No es que fuera una paranoica de la higiene, que también, sino que en ese momento de relajación, con la arena hasta el cuello, mi mente se esparcía y viajaba en el tiempo, hacia delante y hacia atrás, imaginándome vencedora del concurso de relatos distópicos con motivo de la entrada al siglo treinta y uno. Ya tenía la idea básica y el comienzo:

¨Aquel día todos nos levantamos aterrorizados observando cómo se derramaba el agua desde aquellas plataformas blancas, perfectamente troceada en fragmentos idénticos, millones de ellos, a gran velocidad, perfectamente juntos pero sin tocarse, equidistantes, perdidos para siempre¨.

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