Las que nos Cuidan

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Las que nos Cuidan

Por: David Cano

La señora que nos cuidaba, hacía los mejores tallarines a la carbonara que he probado en mi vida. Mi hermano y yo pedíamos a mamá ser huérfanos a fin de que Manoli nos alimentase para siempre. Aún hoy, cuando mi cuñada me invita a cenar, coloco, sin que me vea, una foto de aquella mujer sobre la campana extractora en tanto se cuece el agua para la pasta. Manoli escurría la olla sin necesidad de guantes. Ahí residía el secreto. Durante el tiempo en que ingresó en el hospital para curarse las quemaduras, llegó Pepilaquenoscuidaba. Ella se limitaba a recalentar las albóndigas con tomate que nuestra madre dejaba preparadas el día anterior. Yo la observaba desde el salón mientras hablaba por teléfono con una amiga en lo que parecía un idioma ignoto. Tardé en descubrir el sutil arte de la jerigonza, la intercalación reiterada de sílabas en medio de una palabra con el propósito de codificar el mensaje. Luego todo fue más fácil. Pepi, me contaron, denunció a mis padres por no darle de alta en la Seguridad Social y Manoli ya no regresó. La contrataron como cocinera en una pequeña congregación de Carmelitas. Sus heridas nunca mejoraron. La última fue Inma. Yo ya era adolescente. En las noches de ayuno intermitente todavía recuerdo el sabor de su boca y sus muslos como un bocado exquisito.

Madre nos recitaba esta cancioncilla cuando volvía del trabajo:

Dulces son las golosinas,
más ricos los cereales,
y todos los vegetales
que aportan las vitaminas.
Dale al niño proteínas
de la leche y derivados
carnes, huevos y pescados
en pequeñas proporciones,
pues cumplirán sus funciones
los alimentos variados.


La décima espinela tiene el elevado objetivo de dar una interpretación del universo común a la sociedad a la que pertenece, decía. Mamá obviamente nunca tuvo la oportunidad de verme engullir bocadillos de foie gras en las bamboleantes noches del
Colegio Mayor.

Sentado frente a una dorada con mostaza de algas, celebramos nuestro décimo aniversario. Al día siguiente de conocer a tu madre, fuimos a comer a una venta, explico a mi hija de ocho años. Desde el momento que ves a una chica sorber caracoles con tomate en su segunda cita, se crea el vínculo, la posibilidad. Cuerpo y mente y todos los años de la vida. La cópula queda relegada a un segundo plano, continúo. Todo cuanto ha ocurrido antes es parte de esa felicidad. Tu madre no percibía aquella concatenación causa-efecto, pero ella ignoraba por entonces la física temporal. Veía el tiempo ingenuamente como un camino que se extendía allá delante, termino con un guiño a mi esposa. Ya el compromiso formal requiere un restaurante mejor, como éste, pero con un buen arroz caldoso, bromeo contemplando los ojos extrañados de la niña. No me atrevo a decirle que el vínculo con un hijo nace en un recinto donde impera el pollo cocido sin sal.

En el baño del local flota un intenso olor a vainilla. La imagen que me devuelve el espejo sueña con una festiva despedida irlandesa. Todas llorando junto a mi cuerpo, con un sabroso emparedado de carne guisada a la Guinness entre sus manos.

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