Como Pez en el Agua

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Como Pez en el Agua

Por: Marifé Grau

Quién me lo iba a decir, el día que salí tan cabreada del médico, porque lo único que podía recomendarme para aliviar mi dolor era la natación. Nunca me he caracterizado por ser deportista pero la natación parece ser la única actividad física que mi cuerpo tolera. Intenté apuntarme a piscina al acabar el instituto por la insistencia de una amiga, y ya entonces tuve una bronca con mi madre por ello. Mi aversión al mar era una herencia familiar, casi genética me atrevería a decir. Mi madre fue la causante de mis miedos, y recordándolo ahora podría asegurar que mi abuela también padecía de ellos. Ese miedo me fue inculcado durante toda mi infancia, debido al terror que tenían ambas al agua. Entonces ya tuve que quitarme la idea de la cabeza casi antes de aprender a nadar.

Ahora tenía una nueva oportunidad y si encima me ayudaba con mis dolores, no iba a desperdiciarla. Cómo no, volvió a ser motivo de discusión con mi madre, y por suerte no le hice caso esta vez, ya que es una de las mejores cosas que he podido hacer en la vida. La sensación que me produce estar debajo del agua, sumergida en la piscina, notando su tacto refrescante y relajante por toda mi piel, es única. Y fue aún mejor la experiencia cuando para mi treinta cumpleaños recibí un regalo muy especial de parte de mis amigas. Eran unos cascos con los que podía escuchar música debajo del agua. Sentía una extraña libertad, ligereza y abstracción, estando aislada de todo lo que quedaba fuera del pequeño límite que era el rectángulo azul de la piscina. Mi mente empezaba a trabajar y mi imaginación se disparaba al oír la música, me zambullía en el mar y me situaba en las mismísimas profundidades, nadando acompañada de toda clase de peces de variadas formas y colores, tocando con mis pies la suave arena y notando el roce de las algas en los tobillos. Y de golpe se paraba la música y salía a la superficie, miraba el reloj de la pared y me daba cuenta de que llevaba demasiado tiempo y que tocaba salir pitando si no quería llegar tarde a trabajar.

Un día una de mis mejores amigas, me hizo entrega de la invitación a su boda. Tenía unas ganas tremendas de llegar a casa y enseñársela a mi madre. Había pocas cosas que le gustaran tanto y la animaran más que una boda. Le encantaba ir de tienda en tienda y probarnos infinidad de modelitos hasta encontrar los adecuados para la ocasión. Pero su sonrisa inicial al leer la tarjeta se torció de repente al comprobar que la ceremonia se celebraría a bordo de un yate. Enseguida me dijo que ella no vendría y me sugirió que yo tampoco fuera. Ya estaba de nuevo el eterno dilema y la posterior discusión. Entendía muy bien que sus traumas de infancia y juventud le marcaran tanto, pero ya llegaba un momento que me parecían excesivos. Su terror al mar fue provocado por la pérdida de su padre, marinero de profesión, en aguas del Cantábrico. También porque según parece, en
mi infancia, mi madre fue testigo de un pequeño incidente en el que estuve a punto de ahogarme en la playa, a causa de la presunta negligencia de mi padre. Un disgusto tremendo que la llevó a separarse de él y a no querer volver a verle nunca más.

Nos fuimos a la cama enfadadas. Hay pocas cosas en la vida que odie más que eso. A mi madre le duró el enfado muchos días, pero aun así decidí ir a la boda y enfrentarme a mis miedos que tan ridículos me parecían en ocasiones como aquella. Fui acompañada de Marisol, una amiga soltera que tampoco tenía acompañante para ese día tan especial. Me moría de ganas de volver a casa y explicarle a mi madre lo bonito que había sido el día. Que la ceremonia fue muy sencilla pero preciosa, con pocos invitados, pero muy elegantes y discretos, como a nosotras nos gustaban. Que el catering fue excepcional, que la música le hubiera encantado y que el barquito al que tanto temía, estaba decorado con mucho gusto, con unos coloridos candiles de papel que lo iluminaron al anochecer.

Pero llegó el momento en el que se torció la noche y no sabía cómo podría explicárselo a mi madre cuando volviera a casa. Resultó que, en pleno baile, quizá por un par de copas de más o debido a unos tacones excesivos y un vestido demasiado ceñido, perdí el equilibrio al chocar con uno de los entusiasmados bailarines del evento, lo que provocó una aparatosa caída, precipitándome por la barandilla y cayendo al mar.

Lo que recuerdo después, porque pasaron muchas cosas y muy rápido junto con un millón de sensaciones, es que me encontraba sumergida en la oscura, fría y salada agua del mar y en pocos segundos provocó en mi un pánico indescriptible. Intenté abrir bien los ojos y buscar un mínimo destello de luz para salir a la superficie, pero no supe verlo. Mientras, en medio de aquella confusión me empezaba a faltar el aire, y al mismo tiempo notaba una sensación extraña de hormigueo en mis pies que empezó a subirme por las piernas, quizá fruto del miedo que sentía en ese momento. Ese hormigueo se convirtió en pequeños pinchazos que recorrían todo mi cuerpo, incluso algunos en el pecho y entonces me asusté de verdad. Me pareció ver unos destellos multicolores donde deberían estar mis piernas, pero claramente ya estaba empezando a desmayarme porque lo último que recuerdo es alguien zambulléndose justo a mi lado.

Nunca he podido ocultarle nada a mi madre, y aquello no fue una excepción. Le pedí a Marisol que me acompañara a casa para amortiguar la bronca que me sobrevenía sin ninguna duda. No puedo recordar con detalle cómo finalizó aquella noche, porque mi mente lo retuvo vagamente, pero se podría resumir en un extenso monólogo entre gritos y reproches por parte de mi madre, que yo me limité a aguantar entre sollozos y un enorme arrepentimiento. Ella acabó la discusión cuando creyó que no había nada más que añadir, y se dirigió furiosa a su habitación cerrando de un portazo. Pero lo que más me dolió es que ya no me pude disculpar por la mañana. Tanto mi abuela en su día, como mi madre ahora, se habían puesto de acuerdo en decidir que, al fallecer deseaban que sus cenizas fueran arrojadas al mar. Me pareció un tanto irónico, y de muy mal gusto, después de la última discusión que lo provocó todo. Ahora no podría cumplir ese último y caprichoso deseo de mi madre, ya que ya no estaba permitido hacerlo, como años atrás sí pude en el de mi abuela a bordo de un velero y acompañada de los suyos, a excepción de mi madre. Pero ya pensaría alguna cosa, se lo debía, aunque todo me parecía surrealista como poco.

Pasados unos días, me decidí a coger su urna, meterla en una mochila y dirigirme a la cala donde por última vez, según me habían contado, metió sus pies en el mar siendo aún una niña. Pasé todo el día paseando por sus calles, y esperé a que atardeciera para volver a la playa. Cuando ésta ya estaba desierta, me quité los zapatos, me senté en la arena y estuve un largo rato mirando hacía en horizonte y recordando tantos momentos pasados juntas. Finalmente cogí la urna, me remangué los pantalones y me acerqué a la orilla, no sin algo de respeto. El mar parecía una balsa ese día, por lo que no me costó meter un pie tras otro hasta notar el agua helada en mis rodillas. Abrí la urna y dejé caer las cenizas en el agua, no sin antes mirar a izquierda y derecha, no fuera que algún extraño me descubriera en aquel acto delictivo y al mismo tiempo tan poco cívico. De pronto noté como si una fuerza tirara de mi hacia el mar abierto, dejé caer la urna al agua y me dispuse a sumergir mi cuerpo totalmente. Me descubrí a mí misma nadando mar adentro y poco a poco me fui despojando de las molestas ropas que rozaban mi piel ahora brillante y escamosa. Y cuando me decidí a nadar hacía aguas más profundas comprobé para mi sorpresa que me encontraba en casa. Rodeada, ahora sí, de los míos y que todo era tal y como siempre me lo había imaginado.

Y desde aquel día, acompañada siempre por vosotras dos, que secretamente sospechabais nuestra naturaleza, y que nunca pudisteis disfrutarlo como yo lo hago ahora, sigo nadando y explorando nuevos mares y océanos, sin mirar atrás.

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