El Legado

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El Legado

Por: Edith Piñas Navarro

La despedida fue dura, probablemente no nos volveríamos a ver. La persecución hacia mi pueblo parecía ahora más dura que nunca. Mi familia, al igual que otras, estábamos siempre en el punto de mira de la iglesia, porque aunque lleváramos tiempo conversos y comportándonos como verdaderos cristianos frente a la sociedad, en realidad en la intimidad seguíamos siendo judíos y muchos sospechaban que eso ocurría. Teníamos doble vida, por un lado debíamos hacer cosas para esconder nuestro origen judío como: celebrar la matanza del cerdo y comerlo, hacer limpieza los sábados, exagerar nuestra devoción del cristianismo con procesiones u ostentar imágenes a las casas. Por otro lado seguíamos otras reglas para conservar nuestra identidad, lavarnos las manos antes de rezar, recitar algunos salmos, quitar le aceite del bautismo, etc. Vivíamos en la ciudad de Mallorca, en el carrer de Jaume ll, al call Menor, como los Pomar, Segura o los Valls. Mi casa no difería de las otras, tenía un patio interior con una alberca y un jardín donde pasábamos horas jugando en la infancia. En la planta baja estaban la cocina, el comedor y la habitación donde mi padre con sus socios se juntaban para hablar de negocios. Arriba estaban las habitaciones y una sala pequeña donde nos lavábamos. Era como una pequeña fortaleza donde mis hermanos y yo nos sentíamos seguros. La otra parte de la familia vivía en el call Mayor, donde vivían los Picó y los Valentí entre otras familias. Era aquí donde se encontraba la escuela. Allí, aprendíamos el hebreo. La educación estaba dividida en tres etapas: la primaria, de cinco a siete años, en la que se enseñaba las plegarias básicas; la segunda, de ocho a doce, en ésta se enseñaba el Mishná así como la ortografía y la poesía hebrea, también la lengua aramea y el tárgum o traducción de la biblia; y la tercera era la educación superior, desde los trece a los veinte años, siempre y cuando no tuvieran que ayudar a los padres en las tareas seguían hasta los quince, ahora si tenían vocación, se les enseñaban: matemáticas, astronomía, música y otros saberes.

Yo como hijo mayor estaba destinado a seguir con el negocio familiar y a los quince una vez acabada mi educación me puse al servicio de mi estimado padre, Josep Piña. Él ,mi tío, y dos familias más, la Cortés y la Martí, tenían una pequeña flota de barcos con los que comercializaban mercancías con las islas y la Península. Compraban y vendían productos en puertos como los de Barcelona, Valencia llegando también a alguno importante del Al-Ándalus. Esta tradición de mercaderes venía de antaño cuando antepasados míos vinieron huyendo de Marsella de la persecución y se instalaron en Mallorca donde se sentían menos asediados. Eramos los chuetas. Término que se fue generalizando para definirnos y separarnos del resto de los habitantes de la isla.

En 1435 cuando la convivencia comenzó a ponerse mal para nosotros y, unos diez años más tarde la situación fue a peor, los cabezas de familia decidieron que para salvaguardar la existencia teníamos que enviar personas a investigar lugares en los cuales la convivencia era más segura para vivir. En la Península la situación era peor, salvo al sur donde habitaban los reyes musulmanes. Mi hermano envió noticias y esperaba que me acompañara su esposa e hijos. Yo fui uno de los seleccionados para partir, y antes de abandonar nuestra tierra me casé como otros antes de marchar. En casa se quedaron los tres más pequeños.

Cada familia o persona que se marchaba, a parte de las pertenencias, se llevaba consigo un recuerdo de familia para que perdurara el recuerdo a través del tiempo. Yo me llevé la pintura del barco en el que iríamos, fue el primero de mi padre. No quería que se perdiera, porque ya en tierras moras deberíamos de vender todo para poder instalarnos y nuestro destino era lejos del mar y verlo sería como si estuviera con la familia. Mi hermana se llevó un tapiz que había ayudado a tejer con mi madre y mi abuela, en fin cada persona portaba una pieza de incalculable valor para no olvidarse de la familia. Aprovechando el viaje de ida sin retorno, parábamos en puertos diferentes para vender parte de la mercancía que llevábamos para ir a recaudar dinero para poder instalarnos. Serían unas jornadas largas hasta nuestro destino, el reino de Granada. Tuvimos mucha suerte, porque no nos encontramos con piratas y el tiempo quiso acompañarnos sin tener casi altercados, con mala mar ni tormentas fuertes. De los enviados antes que nosotros para adquirir información sobre la situación del lugar, supimos que nos esperarían en el puerto de Motril, importante enclave del reino nazarí.

Parte de la costa era importante ya que se encontraba las minas de atutia asociadas a la alquería de Batarna. Allí tuvimos que pasar unes largas semanas hasta que conseguimos vender todas las mercancías y el barco. Este último por menos valor del que tenía, pero tuvimos que aceptar la oferta para iniciar una nueva vida. Esta difícilmente lo podríamos llevar, sin duda un sacrificio importante para unos cuantos de nosotros. El resto que nos acompañaban eran agricultores y ganaderos, ellos sin duda tendrían que ayudar a los marinos. Tuvimos que comprar carros y caballos para el transporte de las cosas más grandes, también suministros de alimentos y bastante agua para el camino que sería largo y pesado porque llegamos en pleno verano.

En el recorrido hubo pequeños accidentes que fuimos subsanando como podíamos. Al final éramos unas cinco familias las que nos atrevimos a marchar y que nos fuimos despidiendo en distintos pueblos para no llamar la atención de los oriundos de la zona. Los primeros en separarse fueron los Cortés que se quedaron en Vélez de Benaudalla. Fue una despedida triste después de tantos meses juntos, pero no nos separaríamos mucho y estaríamos en contacto. Seguíamos el camino del Gualfeo hasta Hins Orgiva, allá se quedaron los Martí y Miró. Nosotros seguimos adelante hasta el pueblo de AL-lancharon, allí a la entrada con la familia Tarongí nos despedimos del resto que seguirían subiendo y poblando los siguientes pueblos. Lo primero que hicimos fue ir a visitar al califa del pueblo para presentarle respetos y hacer el pago que faltaba por la compra de un terreno en el cual se hallaba una mina de yeso que mi hermano había apalabrado antes de mi llegada con el resto de las dos familias, su mujer y dos hijos y mi mujer que se había quedado embarazada durante la travesía y que pronto daría a luz a mi primer hijo nacido en tierra libre.

Fue un poco caótico al principio pero, poco a poco nos fuimos poniendo al día. Las gentes del lugar nos acogieron bien y nos ayudaban, eran amables y sentían respeto por los demás aunque no compartieran su religión. Así comenzaba una nueva era para unos pocos judíos. Pero la alegría duró unas décadas, hasta que los cristianos conquistaron el reino y comenzaron las persecuciones y expulsiones. Nosotros, acostumbrados a esta situación, convenimos en una reunión volver a ser cristianos. Ahora teníamos que serlo seriamente si queríamos salvar la vida, ya que la inquisición llegaba a cada rincón.

A los nuevos miembros que nacían se les bautizaba y se les ponía nombre cristiano para no levantar sospechas. Con el paso de los años algunas creencias y palabras fueron desapareciendo de nuestra familia, aunque otras perdurarían en el tiempo. Participábamos en todos los actos religiosos ya que éramos familias influyentes en diversos ámbitos. Pero para las futuras generaciones dejo este pequeño legado; un lienzo con la pintura del barco en el que vinimos desde la isla de Mallorca. También os dejo la mina y las tierras que hay junto al rio, y la casa en la que vivimos. No olvidéis vuestra identidad y si en un tiempo futuro encontráis este legado cuidarlo para que siga viviendo más allá de cualquier circunstancia. Y recordad que no importa el lugar si no los sentimientos.

Esta es mi historia resumida en unas pocas palabras.

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