La Grieta y el Espejo

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La Grieta y el Espejo

Por: Antonio Aguilera Vita

Don Agustín Fernández, ínclito profesor de filosofía de la Universidad Pontificia, se levantó la mañana del 19 de marzo dispuesto a rasurarse las luengas barbas que lo habían caracterizado los últimos treinta años de su vida. El espejo del baño neoclásico de su apartamento madrileño de sempiterno soltero, sito en uno de los barrios más castizos de la capital, le devolvía la imagen familiar de sobrio profesor, que había modelado a fuerza de contradicciones. Estaba más que decidido a romper con aquel estereotipo que, de un tiempo a esta parte, no le provocaba más que amargura. No podía negar que aquel deseo de cambio radical tenía su origen, y él lo sabía, en dos experiencias vitales que le trastocaban el humor y el sentido de la realidad. Una era la lectura de ¿Qué es la filosofía? de Deleuze y Guattari; la otra era la grieta en el espejo.

Aquel libro había caído en sus manos hacía unos dos o tres años, pero sólo se atrevió a emprender su lectura unos días atrás, reacio, como era conocido, a considerar en serio cualquier reflexión metafísica posterior a Heidegger, especialmente, si provenía del país vecino (“los franceses pueden llegar a ser maestros en el arte de la poesía, pero son, y siempre serán, unos ineptos para la filosofía. ¿Qué hubiera sido de la razón si Kant no le hubiera enmendado la plana a Descartes?”).

Una de las mañanas anteriores a su decisión de metamorfosis, se lavó a conciencia cara y ojos en el lavabo del baño, a las siete en punto de la mañana, como era habitual. Y, como era habitual, tras secarse las barbas a conciencia, se miró en el espejo de su baño neoclásico con unas tijeritas en la mano derecha, dispuesto a recortársela y a peinarla con mimo. Entonces la vio. El espejo inmaculado tenía una pequeñísima muesca justo en el centro del cuadrante derecho. Era tan pequeña que parecía un inofensivo punto, un excremento de insecto, una mota de polvo petrificado por la humedad, una salpicadura de pasta de dientes o un resto ínfimo de comida que había saltado al limpiarse la dentadura con seda dental. Trató de arrancarlo con la uña. Como le fue imposible, salió en busca de sus gafas de cerca, para examinar con más detenimiento la causa de su desasosiego. Ajustó varias veces las lamparillas del espejo, cambió él mismo de perspectiva reiteradamente, hasta que llegó, sin ningún tipo de duda, a la temida conclusión de que aquel punto no estaba en la superficie del espejo, sino en su interior. Era una especie de mínima grieta deformante, apenas destacable, pero que le produjo una desconocida inquietud. Prefirió no darle mayor importancia y comenzar el seguimiento de aquel punto, no fuera a convertirse en grieta, y, a la vez, pedir presupuesto para un espejo nuevo. Volvió a salir del baño en busca de un metro. Midió dos de sus lados, dada la forma rectangular del espejo, anotó las medidas y así, de momento, tranquilizó su conciencia. A punto ya de salir de casa, trajeado y con corbata, como era su costumbre, pasó por el despacho a recoger la cartera para dirigirse a la facultad. Entonces lo vio. El libro de Deleuze y Guattari. Lo metió en la cartera con un movimiento reflejo y salió de casa. Cerró la puerta con las dos vueltas de rigor y se fue.

La mañana siguiente a la que descubrió aquel punto-grieta en el espejo, a las siete en punto, como siempre, volvió a lavarse las barbas con cuidado, con la precaución de haber traído consigo las gafas de cerca para examinar el espejo. Una persona, digamos, normal, no hubiera notado de un día para otro cambio alguno en aquel punto. Pero el profesor era escrupuloso en extremo, además de terco y orgulloso. Vio, notó (según él, “comprobó empíricamente”) que lo que el día anterior era un punto, esa mañana prácticamente doblaba su tamaño, lo que, para una persona, digamos, cualquiera, no era mucho decir. Lo más grave ocurrió al cabo de una semana, cuando, de un día para otro, aquello que parecía un punto de tamaño considerable, se había convertido en una verdadera grieta, una pequeña hendidura interna en el espejo de seis milímetros de largo, que amenazaba con deformar la imagen de la realidad circundante que proyectaba, la del perfecto baño neoclásico que Don Agustín adoraba. La prueba de la evidencia de la grieta se la dio aquel mismo día Paquita, la asistenta que le limpiaba el apartamento tres veces en semana. Aquella tarde lo esperaba en el pasillo a su vuelta de la Universidad, para informarle de que había encontrado una grieta en el espejo del baño de la que ella no era en absoluto responsable. Quería decírselo en persona, no fuera que, conociendo al señor, pudiera imaginar que ella, en su afán de limpieza, había sido la causante. A Don Agustín, aquella apostilla (“conociendo al señor”) le llegó muy hondo y le hizo reflexionar el resto del día. ¿Cómo osaba decir que “conocía al señor”? Jamás había tenido la intención de ser conocido por su asistenta ni le había dado motivo alguno para que ella pensara que estaba conociendo ni un ápice de su carácter, de sus gustos, de su personalidad, de sus pensamientos, de sus ideas, de su visión del mundo. La relación con su asistenta había sido estrictamente profesional los diez años, tres meses, dos semanas y ese día, que ella llevaba trabajando en su casa. Cuando se marchó Paquita, se dirigió rezongando aún esos pensamientos al dormitorio para ponerse las zapatillas. Al quitarse los zapatos se dio cuenta, con un escalofrío, de que todo el día en la universidad había estado con un calcetín de cada color, uno blanco y uno negro. Se encontró de repente demasiado cansado. Recordó el libro que había comenzado a leer una semana antes. Lo leía con calma, página a página, tratando de descubrir los agujeros conceptuales que, según él, caracterizaban a la filosofía francesa, sin comprenderlo del todo y, a la vez, sin descubrir ninguno. Relacionó el libro con su cansancio y decidió dejarlo sin ningún miramiento en la papelera de su despacho. Sin embargo, a la mañana siguiente, después de los consabidos rituales ante el espejo del baño, cuya grieta ocupaba ya la mitad del cuadrante derecho y comenzaba a escorar hacia el centro, se sentía otra vez fuerte. Pasó por el despacho a recoger sus materiales para la universidad, vio el libro en la papelera y, mirando a hurtadillas para que nadie se percatara de lo que hacía, cogió el libro de la papelera y lo escondió en la cartera rápidamente.

A partir de ese momento, la longitud de la grieta se iba haciendo evidente día a día. También era evidente el progresivo desaliño en la, hasta entonces, impoluta vestimenta del profesor. Un día apareció sin corbata, lo que no dejó de ser comentario generalizado de alumnos y profesores, para regocijo de los primeros y escándalo inexpresado de los segundos. Otro día apareció con chaqueta y pantalón combinados de trajes distintos, que, no obstante, formaban un conjunto moderno y rejuvenecedor. Otro, cambió la chaqueta por un jersey fino de cuello de caja. Pero el día que más comentarios suscitó el atuendo del profesor, justo el día antes de su metamorfosis definitiva, fue cuando apareció con un pantalón claro de corte veraniego, una camisa de tonos rosáceos de manga corta y una recién adquirida mochila al hombro, en lugar de su impecable cartera de piel.

Ese día habían confluido dos hechos significativos, al menos según la significación que el propio Don Agustín le había dado. La noche anterior, contra su costumbre, había estado leyendo hasta las cuatro de la mañana. Sólo cuando a semejante hora acabó el polémico libro, trató de dormirse, sin conseguirlo del todo. El resto de la noche navegó en sueños por el plano mar de la inmanencia, esquivando, saltando, vadeando conceptos con los que, finalmente, acabó jugando como quien juega un partido de rugby, a mamporros y carreras, y disfrutando con ello como no recordaba haber disfrutado desde que era niño. Se despertó, como siempre a las siete menos cinco de la mañana y a las siete en punto estaba ante el espejo, que había duplicado la grieta primigenia y, como caminos convergentes, trataban de encontrarse en algún punto del cuadrante izquierdo del espejo. Entonces vio claramente los distintos planos de la inmanencia de su baño neoclásico, reflejados y entrecruzados
en los diferentes planos del espejo. Pasó la mano con sorpresa, pero sin temor por la superficie del espejo que, como había imaginado, continuaba siendo lisa, impecable, sin muescas. Todas aquellas grietas estaban al otro lado del espejo. Sólo se le ocurrió pensar que eran grietas metafísicas. Entonces se echó a reír como nunca antes lo había hecho.

El 19 de marzo era fiesta en Madrid. Tenía tiempo. Mirando por última vez su imagen, tan costosamente modelada durante treinta años, entre las grietas del espejo, notó que le brillaban los ojos y le cosquilleaba el estómago. Agarró la tijera mediana con la mano derecha, la larga barba con la izquierda, y comenzó a cortarla a grandes tijeretazos, pero pausadamente. Poco a poco aparecía entre las grietas del espejo alguien a quien no conocía. Incluso vio que ese alguien le sonreía. Se acarició los restos de la barba canosa, una sensación nueva, refrescante. Extendió abundante espuma de afeitar por la cara y, con una maquinilla desechable de cuatro cuchillas que había comprado la tarde anterior (“la más moderna que tengan”, había solicitado a la cajera del supermercado), se afeitó con suavidad. Se lavó los restos de espuma, se secó con cuidado la cara, increíblemente pálida y se roció con hidratante. Se quedó un rato mirándose en el espejo agrietado. Se movió levemente hacia un lado y se vio en dos partes del espejo. Sonrió. Entonces buscó distintas posiciones, distintas perspectivas, investigó las duplicaciones, las triplicaciones de su imagen hasta que dio con la posición idónea. Si se alejaba la distancia de un pie, tan sólo con la perspectiva de la distancia de un pie más allá, más atrás, más lejos del espejo, conseguía ver su imagen siete veces repetida entre las grietas. Dio un suspiro y se cruzó de brazos. Pensó con orgullo que aún era suficientemente atractivo.

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