Un Mal-Oficio

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Un Mal-Oficio

Por: Ann Mïrllad

Relato Corto: Un mal-oficio

Mencionar el nombre de la prima era un problema muy serio.

La prima tenía esa magia rara, llena de sombras, capaz de causar estragos a su alrededor, y siempre usaba el mismo perfume.

Un día me dijo el nombre de su perfume: Eternity, de Kelvin Klain. Me costó bastante trabajo aprendérmelo, pero más trabajo me dio entender por qué se compraba esa esencia tan cara cuando habían otras cosas más importantes en las que gastar el dinero.

Cuando la prima Annia llegaba a casa, arrastrando consigo esa risa muy triste, la abuela Lila se ponía a rezar bajo el retrato de la Santa Teresa del bisabuelo. (Ya el bisabuelo no estaba y la casa era más grande, más vacía).

La prima llegaba con su alboroto de muchacha madurando y el deseo de comprar durofríos a la vecina.

La señora Olga, la vecina que vendía durofríos, nunca se casó. Dedicó su vejez a hacer unos durofríos maravillosos de limón, de carambola, de naranja, de piña, de guayaba, de chocolate, de trigo… Y la prima en cuanto entraba por la puerta, dejaba su equipaje sobre el sofá, agarraba su vaso predilecto –uno largo de cristal con caballitos blancos– y tocaba la puerta de la señora Olga, para comprarle esos sabrosos durofríos que comía rápidamente usando un tenedor.

La prima Annia era especial.

Madre siempre le hablaba muy alto y yo no lograba comprender aquellas frases tan duras que lanzaba sobre su cuerpo de muchacha hermosa, madurando.

Porque la prima era tan hermosa que desde muy joven tuvo muchos novios y se lanzó al mundo, como dice la abuela, de una manera brusca.

En casa siempre han dicho que empezó antes de tiempo, que quemó etapas… Será que creció con más velocidad de lo normal, aunque yo la vea que aún está madurando.

No conozco el origen de todas las frases que arrojan a la cara de la prima. Pero no veo que sea un peligro como dicen. No se ha comido a nadie. Y que yo sepa, no tiene una enfermedad contagiosa…

“No quiero que se acerque a la niña…” “No es buen ejemplo para nadie…” “Tiene que irse ya…” Son expresiones que escucho sin querer. No quiero que hablen mal de la prima. Ella realmente es buena: jugamos con mis cocinaditos chinos y volamos juntas en el columpio del patio; me cuenta sobre esa ciudad donde yo nací, la ciudad donde ella vive, y me regala adornos para el pelo; me compra durofríos de chocolate (mis preferidos) y hasta me enseña a comerlos con tenedor…

Esta última visita de la prima puso el ambiente muy tenso.

Había llegado junto con una muchacha en botines vestida de corto, pelada igual que ella.

Se parecían mucho. Podría creerse que eran hermanas, tenían hasta la misma risa de muchacha madurando. Pero claramente se diferenciaban por el aroma a Etertiny y por la tristeza que había en los ojos de la prima, una tristeza como de escaparate vacío…

La abuela se estresó mucho. Madre gritó que no quería que la muchacha casi idéntica a mi prima se quedara ni un minuto más. El abuelo Carlote atravesó nuestro río y se fue al patio para instalarse allí hasta que se fueran y todo volviera a la normalidad.

Una de las oraciones que atrapé en el aire fue la de que “¡No queremos jineteras en la casa!”

Mientras todos peleaban en la sala, me dirigí al viejo librero por la Enciclopedia UTEHA, y busqué la palabra.

Jinetera no aparecía exactamente así y deduje que tenía algo que ver con ser jinete, es decir, montar a lomos de un caballo. Caballo y vaca, eran también términos prohibidos.

Yo sentía que alrededor de ese tipo de vocablos habían inventado una nube macabra que alguien manejaba y empujaba sobre la gente, como si todos fuésemos culpables… Así que pensé que tenía que ver con el hecho de comer carne de esos animales.

Por tanto, la prima y su amiga, eran unas comedoras clandestinas de carne de caballo. O de vaca. Y claro, podían meterlas presas, como metían a todos los que compraban y comían “carne roja”. Los caballos y las vacas estaban en extinción en nuestro país.

Pero nunca recibimos esa lección en Geografía, no estaba escrito en los libros de Biología o Historia de Cuba, y en el Cuaderno de Educación Cívica solo mostraban fotos de los héroes.

Miré los equipajes de las muchachas y los imaginé llenos de carne… La curiosidad me venció y sin que nadie me viera, logré abrir el maletín de mi prima. Tenía una buena cuartada. Si me descubría, le diría a Annia que estaba buscando su Eternity para untarme un poco y oler como ella.

Nadie me descubrió. Y dentro del maletín de Annia no había carne; había algunas ropas muy lindas, de esas que solo puedo ver en las antiguas revistas dejadas por los rusos en el museo donde trabaja la madrina Teresa, o en esas que alguna vez llegan casualmente dentro de los paquetes que envía el tío Ángel desde “el más allá”.

No fue hasta que madre gritó envuelta en llanto: “¿Eso aprendiste de tu buena crianza? ¿Acostarte con turistas por dinero?”, que se me aclararon las ideas…

Ah… eso era… Entonces mi prima es una prostituta como dicen en las películas y cobra, claro, ¡si no, no sería prostituta! Pero aquí está prohibido cobrar. Sobre todo cobrar dólares americanos. Ser prostituta en estos momentos de carencias, hambres, prohibiciones, en los que mucha gente ha atravesado el océano en balsas y gomas viejas y se han ido a vivir a donde vive el tío Ángel, es como un maleficio. Un maleficio que lo abarca todo.

Mejor dicho, es un terrible mal-oficio.

Y también es verdad que a otras muchachas no les ha dado por acostarse con turistas a cambio de ropa buena, perfumes de marca y unos cuantos dólares que por si fuera poco, están “penalizados”.

Pero la prima Annia siempre se adelantó a su edad, siempre quemó etapas…

Al cabo de dos años regresó a nuestra casa del brazo de un hombre muy lindo, con cuerpo de deportista, y nos dijo que se habían casado y que esperaban un varoncito. Pero aunque nadie le peleó, se fueron pronto. Tal vez haya sido eso: nadie le dijo una sola palabra…

Siempre he conservado en mi memoria el olor del Eternity de Kelvin Klain. Era como si la prima regresara una y otra vez…

Un día funesto madre me dijo llorando mucho: “Annia murió”… En ese momento no quise preguntar cómo había sido… Lloré mucho también, sobre todo porque nunca fui capaz de guardar en el escaparate de las puertas crujientes aquel bálsamo exquisito que la personificaba de una manera mágica. Tampoco su sonrisa triste de muchacha madurando que había quemado en su corta vida todas las estaciones.

Aunque desde niña aprendí a lidiar con la muerte y con la ausencia, no logré recuperarme de la pérdida de Annia.

Fue a la única que mataron en la familia… Que si un loco, que si un hijo de puta, que si un revoltoso contrarrevolucionario, que si se suicidó como Van Gogh pero en la cárcel…

Ramalazos de historias muy tristes acerca de mi prima, de esa hermosa muchacha a punto de madurar siempre… y nunca.

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