Un Buen Nombre y un Buen Estómago para un Oso de Peluche

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Un Buen Nombre y un Buen Estómago para un Oso de Peluche

Por: Ann Mïrllad

Relato Corto: Un buen nombre y un buen estómago para un oso de peluche

Hace muchos años, el bisabuelo Franco me regaló un oso de peluche y me dijo que todo oso de peluche que se respete debe tener un buen nombre. Inmediatamente me dispuse a buscar un nombre respetable, un nombre significativo para un oso.

Para ello, acudí a las páginas de un apolillado diccionario de nombres que había escrito hacía medio siglo uno de los hermanos de la bisabuela Alicia. Encontré nombres hermosos y simbólicos, y también nombres que parecían malas palabras; descubrí tantos nombres prestigiosos como ridículos… Indagué también entre los versículos de la Biblia, en las revistas Juventud Técnica del esposo de mi madre (uno de mis padres) y en los viejos cómics. Hice una lista larguísima y fui tachando nombres hasta quedarme con dos: Misha y Winnie Poh, buenos aspirantes para nombrar a un oso de peluche tan especial como era el mío.

Me vi forzada a investigar a fondo. Misha me parecía muy bien, aunque al bisabuelo no le gustaba mucho. Después de mucho estudio, supe que Misha fue un gracioso osito pardo creado en la Unión Soviética el 17 de febrero de 1965 por el ilustrador Víctor Chizhikov, que se convirtió en la mascota de los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980, un año antes de mi nacimiento.

Tenía mucho que ver conmigo ese nombre soviético… pero lo que descubrí sobre Winnie Poh me fascinó. Así se llamaba un tierno oso amarillo popularizado por Walt Disney que vivía en el Bosque de los Cien Acres en una casita construida dentro de un árbol. Lo más fascinante es su historia verdadera.

Resulta que el 24 de agosto de 1914, un tren transportaba tropas desde Winnipeg, Canadá, hasta Inglaterra. Y se detuvo en un pequeño pueblo de White River. El teniente veterinario Colebourn encontró allí un trampero con una cría de oso negro. En el mismo tren se llevó al cachorro y le puso Winnie por Winnipeg su ciudad adoptiva. Así el osito que resultó ser hembra se convirtió en mascota de la brigada 34ª Fort Garry Horse. A su paso por Inglaterra el teniente dejó a Winnie en el Zoo de Londres para que la cuidaran mientras él continuaba camino del frente y aunque otros cinco osos fueron llevados allí por tropas canadienses, Winnie se convirtió en la favorita del público. Al acabar la guerra en 1918, Colebourn pasó por el Zoo a recogerla, pero al ver cómo la gente la apreciaba, decidió dejarla definitivamente. La visitó muchas veces, hasta que la osa murió el 12 de
mayo de 1934.

Cuando murió también el militar, su hijo mandó a hacer en el Zoo de Winipeg una estatua de Colebourn cogiendo de las patas al cachorro de oso, que se develó en 1992.

¡Yo siempre quise hacerle una estatua al perro que me regalaron tras ganar un concurso de Español!

Pero en fin, en 1995, un grupo de oficiales de la 34ª Fort Garry Horse llevó al Zoo de Londres una copia de esa efigie singular. ¡Cómo aprendí en esos días! Sí, porque leer libros y entablar conversaciones con el bisabuelo son dos cosas muy serias…

Claro que la historia de Winnie no acaba ahí. Lo más interesante es lo que supe un poco más tarde. Sucedió que uno de los niños que visitaba el Zoo, atraído por la increíble osita, se llamaba Cristopher Robin. El niño se hizo amigo de Winnie, hasta el punto de que los cuidadores lo dejaban entrar al recinto a jugar con ella. Aquellas visitas inspiraron al padre del niño, que era nada más y nada menos que el escritor Alan A. Milne. ¡Y nacieron las aventuras de un osito amarillo que vivía rodeado de amigos en el Bosque de los Cien Acres!

Ponerle a mi oso de peluche Winnie Poh no me pareció correcto. Sentí que no tenía derecho a usar un nombre tan famoso.

Pensé en cuántos osos célebres conocía de los dibujos animados, las historietas, otros libros, y desfilaron por mi cabeza otra buena cantidad de nombres… Boribón me pareció demasiado risible y mi oso no era gordo, de modo que ese nombre no le pegaba mucho. Teddy Ruspin era un nombre atrevido y ambicioso; yo no quería que mi osito se fuera de la casa en busca de tesoros. Yogui de Jellinsgton era Yogui de Jellinsgton, ningún otro oso se le parecería nunca. Fuacatá el que se escapó del zoológico de no sé cuál ciudad, ¡ni hablar!, eso de fuacatá me sonaba a trastazo en la cabeza… Mashka era demasiado triste: al final de la película la pobre osa polar se muere, y también se muere Tao-tao, el panda que los japoneses encerraron en una jaula de bambú…

Yo tenía un gran dilema: no saber cómo llamar a mi oso de peluche.

Una semana más tarde, se me ocurrió la idea de ponerle a mi oso simplemente el nombre de mi bisabuelo. Y así fue como bautizamos a Franco II.

Ya había encontrado un nombre que me hiciera feliz, pero mi oso no podía comer como los animalitos de verdad. Por lo tanto, merecía tener un estómago especial. Todos merecemos tener un estómago especial para digerir lo que nos dé la gana y que la bisabuela no ande todo el día tras nosotros tratando de impedirnos devorar la caja entera de africanas que desvió el tío habanero de la fábrica de dulces La Estrella o el paquete de “besitos” de chocolate que envió el otro tío desde La Florida…

Yo quería que mi oso tuviese también un buen estómago. Y a fin de cuentas, ¿qué es lo que más aman los osos en la vida? ¡La miel! Pues le pondría en el vientre un pequeño panal.

Recordé entonces una historia muy vieja que se llamaba El gigante sin corazón, donde un gigante engañó a un príncipe llamado Leo y se escapó de donde lo tenía encerrado el rey y terminó convirtiendo en piedra a los hermanos de Leo.

Claro que Leo partió a rescatar a sus hermanos y a vengarse del gigante y cuando lo encontró se hizo su esclavo para saber dónde exactamente escondía su corazón. El gigante, tan tramposo, lo engañó dos veces más, pero a la tercera le dijo: “Tan lejos que no te puedes imaginar, tan alto que no se puede alcanzar, hay una montaña. En la montaña hay un lago, en el lago una isla, en la isla una iglesia, en la iglesia hay un pozo, en el pozo hay un pato, en el pato hay un huevo… y dentro del huevo, ¡ahí está mi corazón!” El príncipe Leo había hecho tres buenos amigos por el camino: un lobo, un ave y un pez. Y, por supuesto, los animales lo ayudaron y el niño logró encontrar el huevo donde estaba el corazón del gigante, que resultó ser un avispero…

Un cuento hermoso… Yo no podía ponerle a mi oso un estómago lleno de avispas, pero abejas sí. Las abejas a fin de cuentas son más amables y dulces. De modo que, sin que nadie me viera, agarré los implementos necesarios y atravesé el río invisible y llevé a Franco II a nuestro patio. Encima del columpio lo inyecté con mi súper anestesia (tizana de romerillo y hojas de limón), abrí cuidadosamente su vientre con la cuchilla de operaciones importantes y coloqué en aquella cavidad, acomodándolo entre los intestinos de algodón, un panal que vivía pegado a la rama del mango. Luego con toda la delicadeza posible cosí la herida.
Franco II soportó todo sin chistar; era un oso muy valiente.

Estaba realmente ilusionada: era la primera niña que tenía un oso de peluche con un nombre especial y un estómago de miel. Sin embargo, el nombre no era tan interesante que digamos y no solo se trataba de un estómago de miel: el estómago de Franco II estaba lleno de abejas y las abejas me molestaban cuando intentaba jugar con él y prestárselo a las otras niñas.

A mi hermana Bet le picaron toda la cara, pobrecita. ¡Estuvo una semana sin ir a la escuela! Nadie supo que era por la miel que mi oso tenía adentro. El caso es que finalmente, tuve que encerrarlo en una de las puertas del gran escaparate, a donde iban a parar los objetos que ya nadie usaba.

Cada vez que mis parientes acudían a abandonar allí alguna cosa, un insólito vuelo de abejas adornaba sus cabezas, el comedor, la cocina, y hasta la sala. Todos se preguntaban por qué, de dónde habían salido, si en ningún lugar de la casa habíamos puesto una sola florecita de espárrago espumoso.

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