Spa

Spa

Por: Elia Tachela

Los perfumes me corrompieron los cortos pero rebeldes pelos de la nariz. Humedad fue
lo primero que se aproximó, como esas viejas bañeras mohosas que se pueden encontrar
en las estancias de los campos. Detrás de esa sensación seca y mojada, se escondía un
hedor cristalino. Un sabor de tabaco rancio o también podría haber sido, café.

Mis orines cubrían mis piernas y generaban un cierto olor a amoníaco, que cuando se
juntaba con la materia fecal que brotaba de mi parte posterior, confluían en una
conversación apasionada sobre la desesperación.

Pero sobre todo este mar pegajoso, destacaba un resbaloso olor a jazmín fresco. Como el
que solía haber en las tiernas noches de verano en mi casa de campo. Cuántos
sentimientos que se esconden en los olores que me rodeaban, cuántas lágrimas de pesada
sal tuve que perder para inundar mi rostro.

Con sólo la finura del acontecimiento uno puede expresar las ventajas de la oscuridad.
Pensé que todo fue un largo canto gutural, que impartía sadismo a mis doloridos
receptores nerviosos. Qué equivocado que me encontraba. Pocas cosas en el mundo son
capaces de perturbar tanto los sentidos, como la mezcla exacta entre el agua y la
electricidad.

El tacto quedó desdibujado, los receptores en la piel contenían tanta información que se
fueron saturando de triste celebración. El olfato, por el contrario, solo encontró refugio
en la nulidad del ser. Humedad, solo humedad en primera persona.

Mis fluidos corrieron por las piernas como una catarata fría. Esto se mezcló con una
sensación de piel emulsionada y agitada.

La soga se apretó contra mis muñecas, la opresión asemejaba al golpe preciso de un
martillo en las suaves plumas de una paloma. Por contraparte, la de las piernas ya no
molestó, esto se debía a que la sensibilidad se había olvidado luego de la segunda o tercera
descarga eléctrica.

El sudor se divertía deslizándose por mi pecho, con una rapidez alarmante, como si todo
estaba liso por tanto sufrimiento. Mi mente jugó al escondite, divagaba entre recuerdos
de antaño y sufrimiento del presente o pasado. Los tiempos se mezclaban, los días y las
noches se confundían en un color rojizo que marcó un continuo devenir.

Los sonidos se presentaron con cautela, animales pequeños que roían mis dedos emitían
un sonido chasqueante pero relajante en comparación a los otros. Finos metales sonoros
irrumpieron con la electricidad, que suministraban con dosis no letales. La impaciencia
no parecía ser una cualidad de mis caseros. Paciencia milenaria y constante. Por lo
general luego de comer un ruido amarillo o blanco, recorría mis genitales mientras
impartía un dolor semejante al nacimiento.

Los alimentos arenosos y sin sabor, eran los encargados de hacerme perdurar en el tiempo.
Mis caseros hablaban en un dialecto extraño, sus vocales se confundían con consonantes.
Gutural e inexpresivo. Esos ecos llegaron a todas horas a la única oreja que no había sido
preparada como alimento para un perro o animal de gruñir similar.

Por fin, luego de un tiempo que me fue imposible determinar, una sensación fría se apoyo
en mi cabeza y un ruido caótico cubrió todos mis sentidos.

Me contemplo tirado en un suelo triste, húmedo y de color blanco. No puedo dejar de
pensar en lo extraño de la situación. La ventaja de mi particular actualidad, es que puedo
apreciar el lugar con detenimiento y si no fuera por los sucesos pasados, podría afirmar
que la habitación no era nada fea. Paredes impolutas de un color caqui, con algunos
carteles que grafican diferentes situaciones. Las luces son brillantes, con un ligero tono
azul. La silla en la que estaba, es muy profesional, diría que hasta costosa.

Por la puerta, blanca y transparente, entran los caseros. Los reconozco porque hablaban
en ese dialecto extraño. Están vestidos como médicos, con un delantal blanco, mascarillas
y gorros que ocultan la mayor parte del cabello.

Los caseros agarran mi cuerpo y lo arrastran fuera de la habitación. Los sigo, a ver dónde
van.

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