Noche sin Piedad

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Noche sin Piedad

Por: Centimillo

Escapar del hambre, de las enfermedades, de la miseria…
de las guerras, más que un derecho, es una obligación.

En un recóndito lugar de la costa del norte de África.

Los hombres, mujeres y niños están escondidos entre la maleza. Forman un racimo humano bajo la espesura de la que, a todas luces, no es sino una noche sin piedad. La incertidumbre los hace temblar. Aguardan la señal convenida. Llevan esperando este momento varias semanas; toda una eternidad. Quizá ellos han soñado muchas veces a lo largo de sus calamitosas existencias vivir este crucial momento. Pero ahora, impelidos como eran por la hambruna que asola sus países de procedencia, están acuciados por encontrar una escapatoria a sus malas vidas, sin importarles lo más mínimo verse las caras con la Parca.

El relente de la madrugada atraviesa ropas y piel. Todos están ateridos; de frío, pero también de miedo. Nadie los vigila. Sin embargo, dada la desazón e inquietud que los embarga, aparentan ser un grupo de esclavos a punto de iniciar una travesía hacia la desventura como mercadería de un barco negrero. Tienen la boca seca, los labios lívidos, el rostro congestionado. Tratan de procurarse calor pegándose unos contra otros. Ganados por los nervios, respiran de manera entrecortada, como si el aire que respiran a borbotones apenas fuese suficiente para apaciguar la necesidad imperiosa de oxígeno de sus ansiosos pulmones. Están debilitados. No en vano, llevan varios días sin echarse apenas nada a la boca. Porque quienes debían proveerlos de alimentos aparecieron por el lugar donde están escondidos de manera puntual, hostigados como eran por las fuerzas de seguridad que controlan la frontera al tiempo que buscan morder su trozo del pastel. Pero eso no importa ya. Porque lo perentorio ahora es embarcar en la patera, dejando a un lado el que estén muertos de hambre y sed.

El grupo guarda un silencio de acero, avizores sus integrantes ante la señal pactada que les indique que ha llegado la hora de subir a bordo del cayuco, su mayor ambición. Desde mar adentro llega una brisa que, con su aliento salitre, acaricia sus rostros, enjalbegando sus negras pieles con gotas de rocío. Sienten que sus corazones laten a mil por hora, como si quisiesen saltar fuera de sus pechos, las costillas y huesos advirtiéndose bajo la piel como muertos mal enterrados que parecen querer escapar de sus tumbas.

Los dos amigos deciden apartarse del grupo del que han formado parte durante las últimas semanas. Tratan de buscar un enclave de privilegio, un punto desde el cual puedan ser de los primeros en saltar a la patera llegado el momento de embarcar. Un instinto primario les avisa de que situarse en buen lugar puede ser un pasaporte hacia la supervivencia frente a las inclemencias del tiempo y las malas condiciones de la mar. Las sombras heladoras de la madrugada les otorgan cierto abrigo, algo de resguardo y ventaja de cara a los demás. Sus enormes ojos, abiertos de par en par, son como los grandes focos de las torretas que escudriñan cada palmo y recoveco de los patios de las prisiones. Apenas mueven un músculo, temerosos de que un simple gesto delate su posición.

Las olas lamen con mansedumbre la arena de la playa. Desde su escondrijo, los amigos divisan de cabo a punta toda la extensión de la cala. Un inesperado trasiego de personas, algunas de ellas armadas, los pone sobre aviso. Ven llegar una gran barcaza. La suerte está echada; quién sabe si a punto de cambiar a mejor. Los amigos se abrazan. Es el momento soñado. Se preparan…

Los golpes llegan por la espalda.

Epílogo:

Cuando el joven recobra el conocimiento tras la agresión sufrida, descubre que su amigo, más fuerte y decidido que él, un verdadero guerrero, el fiel compañero durante su existencia… su protector durante la travesía de desiertos y selvas, su guía durante el penoso tránsito por trochas y caminos sin apenas señalizar, su único amigo, el único en quien confiaba ciegamente, se ha fugado con todas sus pertenencias. Le ha robado hasta el último céntimo y el móvil. Porque él no tenía ni un euro; incluso se ha llevado sus zapatillas. Apenas le ha dejado nada; sólo una pequeña botella con un líquido turbio recogido en una charca que más parecía una poza de légamo hediondo que un manantial de agua potable.

El joven no entiende cómo su mejor amigo ha podido hacerle semejante fechoría, cómo ha podido traicionarlo. De lejos, impotente y destrozado, observa cómo la patera se adentra en la espesura del mar, el oleaje rompiendo contra la amura de la barca para formar una sinfonía de espuma que es dispersada por el viento como si fuesen jirones de algodón. Corre. Grita. Pero sabe que ya todo está perdido. Se adentra en el mar, aunque sabe que es imposible alcanzar la barcaza por más que nadase como un delfín. Llora sin consuelo, las olas restallando contra su pecho como si fueran un látigo deshilachado de escarcha.

Tumbado en la arena de la playa, se lamenta de su mala suerte. Pero ignora que el gesto egoísta y traicionero de su amigo, urdido por éste ya en el poblado, va a salvarle la vida. Porque la embarcación ha sido señalada por los señores de las pateras, por los príncipes de las mafias que trafican con Seres Humanos, para ser hundida en alta mar. La harán irse a pique amparados en la impunidad que ofrecen la noche y la inmensidad del océano.

Nadie alcanzará su destino en esta noche sin piedad.

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