¡Tierra, Trágame!

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¡Tierra, Trágame!

Por: Centimillo

Basado en un hecho real, por mucho que me duela.

Querida mamá, querido papá: con estas líneas quiero contaros un suceso que me ha sucedido esta misma mañana.

Como todos los días, hoy la puerta del colegio también estaba atestada de abuelos y abuelas. Burbujeaban conversaciones entrelazadas de todo tipo. Padres y madres habíamos bien pocos, y permanecíamos callados, como despistados, las prisas royéndonos las tripas. Cuando escuchamos la campanilla anunciando la salida de los críos, el bullicio se desató, todo el mundo queriéndose acercar a la puerta para ser el primero en coger a su pequeño o pequeña, tanto tiempo sin echarle el ojo encima, toda una larga mañana…

El caso es que recoger a los niños y niñas a la salida de la escuela es un acto sublime para padres y madres; un momento insuperable de reencuentros y charlas. Pero más aún lo es para los abuelos y abuelas; ellos y ellas colman de cariño a sus nietos y nietas. Adoran ese instante, el roce con las criaturitas, sangre de su sangre. Y lo cierto es que nadie les consultó a abuelas y abuelos sobre su disponibilidad para cuidar de los nietos y nietas, pero ellos y ellas están ahí, con fuerzas renovadas a pesar de la edad, a pie juntilla, supliendo a padres y madres cuando más lo necesitan. En verdad ejercen su labor en un acto de entrega sobrehumano que apenas sí les reconocemos como merecen, aunque ellos y ellas se conformen con una sonrisa de vez en cuando.

Abuelos y abuelas conforman la generación de las dos crianzas: criaron a sus hijos e hijas, crían a sus nietos y nietas. Dicen los expertos, esos que tanto saben de economía pero que no son capaces de sacarnos de esta crisis tan larga y dura, que su impagado servicio supondría a la sociedad, de haber nóminas y seguros de por medio, un punto y medio del PIB. Por eso yo, aquel día quise rendirle un pequeño homenaje…

Nos montamos en panda en el autobús. El hombre, de cabello cano y piel embastecida por el tiempo, aguantaba los bruscos acelerones y frenazos del chófer. Estaba sentado, y luchaba con un crío y una cría que jugueteaban apoyados en sus rodillas:

– No pienso daros chucherías, que luego se enfada vuestra madre cuando no queréis comer, y soy yo quien me llevo todas las regañinas de ella. Así que… de caramelos y patatas fritas, ¡¡ná de ná!!, que para eso vuestra madre se ha pasado toda la santa mañana metida en la cocina haciendo vuestra comida preferida.

Sin perder detalle, contemplé la batalla que el buen señor se traía con los nietos, yo agarrado a la barra del bus y mi niña aferrada a mi pierna… mi oreja desplegada tragándose lo que el anciano soltaba por su boca con esmerada educación y autoridad.

– Caballero –llamé su atención-, así me gusta. ¡Enhorabuena! Ya tenía yo ganas de ver a un abuelo que le planta cara a los caprichos de los nietos. Me agrada ver que no todos sois blandos con los chiquillos, que aunque os confiamos su cuidado, luego nos quejamos cuando los malcriáis. Y vosotros –me dirigí a las criaturas-, a ver si sois obedientes y no hacéis enfadar a vuestro abuelo, que el pobre viene a recogeros con todo el gusto del mundo y vosotros le hacéis pasar un mal rato tremendo. Tenéis que ser más buenos con él, pobrecito, que luego las regañinas de la mami son para él. –Terminé por decirles al tiempo que observé por el rabillo del ojo que el conductor del autobús nos repasaba con su mirada a través del espejo retrovisor del vehículo.

Le hice un gesto con la cabeza al señor, como enorgulleciéndome del quite que acababa de hacerle. En ese instante un frenazo desbarató tanto mi equilibrio que casi doy con los huesos en el suelo del bus. El señor mayor me miró y sonrió con cierta malicia que no entendí. Luego me preguntó:

– ¿Esa niña tan linda es su nieta?

– No por Dios, es mi hija. –Respondí.

– Cualquiera lo diría… Pues eso mismo le digo yo –me soltó con aire recriminatorio- : estos también son mis hijos.

¡Tierra, trágame!, pensé mientras trataba de mezclarme entre la gente que reía a carcajadas. Solo quería salir de allí corriendo, llegar hasta el fondo del bus aunque fuese a base de propinar codazos. ¡¡Tierra, trágame!! Seguía pensando cuando alcancé el final del pasillo del bus mientras notaba cómo la sonrisa del anciano se abría paso entre los viajeros y se clavaba en mi cogote. ¡Chófer, acelera! Gritaba en mis entrañas. Pero de nuevo sentí otro frenazo. ¡¡¡¡Chófer…!!!! Al fin, una parada; respiré aliviado. Me bajé sin importarme que no fuese la mía.

Bajamos frente a un kiosco. También bajó el anciano con su niño y su niña cogidos de la mano. Será su parada, pensé. Estaba completamente azorado; el señor no dejaba de mirarme. En ese instante crucial resultó que a mi hija le entraron prisas por comprar unas golosinas. Venció mis resistencias, como cuando la recoge mi padre.

Le di unas monedas mientras el buen hombre continuaba anudando mi vergüenza con su mirada reprobatoria.

– Se enfadará su esposa cuando la niña pierda el apetito. – Me dijo.

Le sonreí. Me encogí de hombros. Sentí cómo era ganado por un golpe de rubor.

¡Tierra, trágame! Pensé de nuevo, ahogándome en un hondo silencio. ¡¡Tierra, trágame!! ¡¡¡Tierra trágame!!!

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