Por: Anate Rivera
Sus dedos adolescentes se detuvieron desplegados sobre las teclas del piano; mantuvo los ojos cerrados durante los últimos acordes. Emitió un suspiro lento y unos iris oscurísimos, a juego con su piel, se enfrentaron a la luz del salón, colada por la cristalera del jardín abierta de par en par. La profesora elogió con suaves palmadas la interpretación: “Mucho mejor, Malek.” Con esmero cerró la tapa del instrumento y abandonó la banqueta mientras se despojaba del polo blanco impoluto. Era hora de bajar a la playa, sin más atuendo que un bañador azul con estampado de conchas blancas y pies descalzos. Salió al porche, donde Arminda devoraba páginas de un libro bajo una sombrilla violeta, consumiendo a sorbos una refrescante limonada casera. Anunció que iba a darse un baño. Ella agitó una mano en el aire sin apartar la mirada de la novela. Bajó los escalones de dos en dos; al fondo del jardín, Bentor recortaba los setos con empeño obsesivo. Le gritó sus intenciones de nadar y a continuación escuchó un “¡perfecto!”. Silbó a Odín y el golden retriever acudió a dar varias vueltas a su alrededor.
Conforme avanzaba hacia la playa le gustaba girar la cabeza para ver cómo la casa parecía ser engullida por las dunas atrás quedadas. Se paró en la franja de arena mojada de la bajamar, sobre la que realizar un pequeño calentamiento que evitara calambres por la frialdad de las aguas atlánticas. Inspiró antes de adentrarse en el mar entre la espuma alborotada de un oleaje de bolillo. El líquido a la altura ya de las rodillas frenaba la carrera; enseguida extendió los brazos y se lanzó con impulso atlético al fondo, del que emergió a brazas alejándose de la línea del litoral. Nadaba con el rostro sumergido a intermitencias, con estilo, y su espalda lucía brillante bajo la capa marina.
Llevaría unos diez minutos nadando cuando tropezó con algo que le obligó a descomponer la horizontalidad. Se asustó. No podía creer lo que tenía ante sus ojos espantados. Un cuerpo joven como el suyo flotaba bocarriba, ondeando al agua como una bandera al aire. Miró en derredor hasta descubrir a lo lejos un cayuco volcado. Observó al muchacho con extrema curiosidad, algo llamaba su atención al repasar los rasgos de aquel rostro mientras palpaba los suyos con demasiada inquietud. Se fijó en una pequeña cicatriz sobre una ceja y rozó la suya, en el mismo lugar. No era todo, el cuerpo sin vida exhibía una mancha decolorada bajo el labio; él también. Braceaba para mantenerse en posición vertical batiendo las piernas. No tenía sentido, pero aquel ahogado y él eran idénticos. Un último detalle convertiría la sospecha en certeza; con cierto temor subió la camiseta desgastada que vestía su igual, y ahí estaba, o mejor no estaba, uno de los pezones que tampoco tenía él. Aquella evidencia le hizo distanciarse del cadáver tembloroso. No recordaba, ni nadie le había contado nunca que tuviera un hermano gemelo en el continente. Sintió mucho miedo, tanto como necesidad de desentrañar el misterio de aquel otro yo. Le agarró un pie y nadó de espaldas, agitado y desconcertado por el hallazgo del difunto mojado. A duras penas alcanzó la orilla donde cayó exhausto junto al náufrago inerte. Una vez recuperado el resuello, se alzó y volvió a contemplar la enigmática igualdad. Cargó el cuerpo chorreante; como llevarse a sí mismo en brazos. Le urgía una explicación adulta.
Cruzó la verja del jardín y se hincó de rodillas en el césped sin aliento, depositándose con movimientos delicados. Alertó de su doble presencia; el hombre que seguía perfilando el seto exclamó: “ahora sí ha quedado perfecto”. La llamó a ella y volvió a agitar la mano acompañando el gesto de dos palabras: “¡Malditas moscas!”. Miró al perro y éste acudió, dio las vueltas habituales y flexionando las piernas traseras soltó una deposición. ¿Por qué todos lo ignoraban?
Le llegaron unas tristes notas musicales. Se irguió y avanzó hasta el interior; frente al piano un chico muy pálido interpretaba el réquiem de Mozart mientras la sirvienta pasaba el plumero por el diapasón: “Mucho mejor, Jared”. Se contempló insistente, tocándose brazos y piernas antes de regresar al exterior. El cuerpo migrante había desaparecido. Cada vez entendía menos lo vivido. Aceleró el paso en dirección a la playa de nuevo, a la orilla donde sí yacía aquella otra versión de sí mismo finado. Fue entonces cuando comprendió; le fueron llegando retazos de recuerdos como latigazos: un grupo humano desesperado, una embarcación precaria zarpando de Tafaya en la que no viajaban sus padres, quienes quizás pensaron que con suerte pasaría de casa a familia de acogida; le ofrecerían una vida mejor y podría realizar su sueño de gran compositor. Le vino el recuerdo de una ola gigante… Ahora todo se desvanecía frente a sus ojos inundados; el sueño pretendido no fue más que eso, un sueño que se tragó el mar para escupirlo más tarde como hueso de oliva, lamido por la espuma de las olas, rotas de dolor.
Desde lo alto de una duna, teléfono en mano, Bentor parecía estar dando indicaciones de ubicación. Arminda se cubría la boca con una mano mientras con la otra rodeaba los hombros de su hijo. Pronto se oirían las sirenas.
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