La entrevista

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La entrevista

Por: D. R. A.

Parecía ajeno y lejano, pero era mío. Sabía que el trabajo era mío. Tenía que serlo. Había demostrado tener más conocimientos que cualquiera de los presentes en aquella sala. Doce años de experiencia desarrollando el mismo puesto, un título cum laude y un master específico en dirección de hoteles. Sólo me quedaba un último escollo, la entrevista personal. Pero ese, en realidad, era mi punto fuerte. Para eso me habían servido los cursos de psicología.

El despacho carecía de toda decoración a excepción de un diploma en gestión de recursos humanos. Nada de fotos, ni detalles, sólo elementos funcionales. Daba la impresión de ser una persona adicta al trabajo. Así pues, debía hacer hincapié en mi titulación y pasado laboral, nada de emociones personales. No servirían. Permanecí en pie hasta que mi entrevistadora me indicó que tomara asiento sin desviar la mirada de los papeles que tenía en la mesa.

— Buenos días, señor… perdone —dijo tras una pausa—, no sé cómo se pronuncia su apellido.

— Mbakop, como suena —respondí con una sonrisa—. La eme inicial es muda.

— Claro. Es africano, ¿verdad?

Y todo cambió en una décima de segundo. Mi sonrisa se esfumó y sentí cómo una pesada losa caía sobre mí. Fue el tono de voz. Esa inflexión imposible de ocultar que esconde un manifiesto desprecio escondido en palabras anodinas. Una entonación que estaba harto de escuchar.

— Mi apellido es de origen sierraleonés, como mis padres. Yo soy español.

— Sí, lo sé. He visto su carnet de identidad en la ficha. Debo entender entonces que cursó sus estudios en España, ¿verdad?

Y ahí estaba de nuevo. Esa absurda duda. Esa desconfianza irracional y dañina que no tenía razón de ser.

— Lo cierto es que no. En realidad me gradué en Cambridge y el máster lo obtuve en la Universidad de Berkeley. Habría jurado que también lo pone en mi ficha. ¿Acaso no es así?

Entonces levantó la vista del expediente por primera vez y en sus ojos se produjo un brillo malicioso. Veía en el reflejo de los cristales de sus gafas resaltar el color de mi piel sobre la camisa blanca, produciendo un extraño contraste que era obvio que le resultaba ofensivo. Parecía encantada con el desafío, pero desconocía que yo estaba curtido en esa batalla. Había luchado en ella en múltiples ocasiones.

— Lo pone —dijo sin dejar de mirarme—. Pero comprenderá que no podemos fiarnos de todo lo que escribe la gente. Los hay capaces de poner cualquier cosa. Entonces habla español e inglés y… ¿qué se habla en Sierra Leona?

— Inglés, además de varios dialectos.

— Pues apenas tiene usted acento.

— Tampoco usted —respondí con brusquedad.

— ¿Acento? Yo soy…

— Española —interrumpí—. Sí, como yo. Está en mi ficha, ¿recuerda?

— Noto cierta irascibilidad, señor Mbakop. ¿No está interesado en el puesto?

— Estoy más que interesado y aun mejor cualificado. Al igual que para gran cantidad de puestos en los que he sido rechazado por ser negro.

— ¡Por Dios! —dijo fingiendo indignación— ¿Está insinuando que lo discrimino por ser de color?

— ¿De qué color, señora?

— ¿Cómo…?

— No soy de color. Soy negro. Ve —me señalé la cara—. Negro. Como el café. Usted es blanca y yo negro. No hay nada malo en decirlo, no hay necesidad de camuflarlo diciendo “de color” para evitar nombrar mi raza. ¿Y sabe qué? A pesar del colorido, los dos somos españoles.

— ¿Quiere saber la verdad? —Estalló de repente, dio un golpe con la palma de la mano sobre la mesa y se levantó un palmo de la silla—. La verdad es que me da igual el color, le discrimino por ser extranjero, por las mil ayudas que seguro recibió su familia por el mero hecho de venir de fuera cuando aquí hay gente que no tiene para comer. ¿Sabe? Mi padre era carpintero, llegaba a casa cada noche con las manos llenas de cortes y me veía dormir, porque trabajaba dieciocho horas al día de lunes a domingo. Mi madre limpiaba casas por una miseria y ninguno recibió jamás ayuda del Gobierno. Apenas teníamos para comer. Yo empecé a trabajar a los diecisiete años para poder pagarme la universidad y tuve que pelear contra las barreras del sexismo para labrarme un porvenir. Sin embargo ustedes los inmigrantes tienen de todo por el hecho de venir a bordo de una patera. Eso sí es discriminación. Resopló con fuerza y volvió a sentarse. La sonrisa gélida de superioridad volvió de nuevo. Segura de sí misma. Hice un esfuerzo por controlarme y empatizar con sus sentimientos. Hablé con el corazón.

— Muchos llegamos en patera, es cierto. Confieso que yo también. En realidad llegué yo junto al cadáver de mi madre. Ella no superó el viaje. Yo tenía nueve años y había empezado a trabajar a los seis, ayudando a mi padre. Es curioso, pero él también era carpintero. Entonces un día llegaron los rebeldes del Frente Revolucionario Unido y nos hicieron sacar a todos un papel de una bolsa. El mío estaba en blanco. El de mi padre ponía: derecha e izquierda. Así que le cortaron los dos brazos. A mi tía la tocó la lengua. Ninguno de los dos pudo superar sus heridas. Se llevaron todo lo que teníamos. Todo. Lo único que se le ocurrió a mi madre fue meternos a un bote rodeados de otros cien compatriotas y arriesgar la vida en alta mar. Tuve que detenerme unos segundos porque se me estaba formando un nudo infranqueable en la garganta. Noté que se me rallaban los ojos, pero había destapado la lata de los sentimientos y no podía parar.

— Yo estuve dos meses en un centro hasta que se aseguraron de que no tenía ébola ni ninguna otra enfermedad contagiosa. Después fui a un reformatorio, donde sufrí maltratos por parte de los responsables y abusos de mis compañeros que detestaban el color de mi piel. Pasé todo el día estudiando porque no tenía amigos ni me relacionaba, pero eso me consiguió una beca. Y con esa beca, la siguiente. E incluso así, comencé a trabajar por las noches mientras estudiaba por las mañanas. Todas las ayudas que conseguí las gané con esfuerzo y hoy sigo encontrándome gente que me desprecia —la señalé—. Lo he pasado mal, pero volveré a caer y levantarme las veces que haga falta, porque en el fondo, soy un afortunado.

— ¿Un afortunado? —acertó a preguntar con cierto temblor en su voz.

— Los rebeldes siguen torturando, violando y matando en toda Sierra Leona y muchos más países. Los niños mueren de hambre. Las enfermedades causan estragos. Y todo lo que han hecho para merecer ese destino es nacer en el sitio equivocado. Lo siento, pero no voy a disculparme por querer vivir. Lamento que usted lo pasara mal, pero eso no le da derecho a juzgar a los demás. Vengan de donde vengan. La fuerza de su mirada había desaparecido y en su lugar había hecho acto de presencia una tristeza infinita. Era el final de la conversación. Me levanté con la conciencia tranquila, feliz. No sabía cuándo encontraría trabajo. Pero sí que esa mujer jamás volvería ya a juzgar a nadie por su raza o procedencia. Y eso, valía más que cualquier sueldo.

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