Mi Primer Jornal

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Mi Primer Jornal

Por: Vicente Vázquez Hernández

Tenía siete años cuando gané mis primeras tres pesetas. Llegué a casa con una alegría tan grande que el corazón brincaba dentro de mí con el mismo ímpetu con el que yo subía la escalera saltando y gritando.

—¡Mamá, mamá! El cura me ha dado tres pesetas.

Tres pesetas parecen muy poca cosa hoy día, cuando los euros se cuentan por miles y millones, y su conversión en pesetas proporciona cifras mareantes e inimaginables por su magnitud.

Pero en la primavera de 1968, en vísperas de mi comunión, las personas mayores, como mi abuela Mariana, no contaban por pesetas, sino por reales, por lo que los doce reales a los que equivalían mis tres pesetas parecía una cifra más respetable.

—Ya es muy tarde, y te he dicho mil veces que no quiero que vuelvas a casa de noche. —Con estas palabras admonitorias me recibió mi madre.

Ya más calmada, me preguntó:

—¿Quién te ha dado las tres pesetas?

—Ha sido don Jerónimo, el cura, —le respondí.

—¿Por qué te ha dado dinero el cura? —quiso saber.

—Por ayudarle de monaguillo en un entierro.

Y le expliqué lo que había sucedido. Como todos los miércoles, esa tarde teníamos catequesis en la Parroquia. Era finales de abril, y dentro de tres semanas tomábamos la comunión.

Algunas buenas mujeres, catequistas parroquiales, ayudaban a don Jerónimo en su intención de que comprendiéramos el misterio de la Santísima Trinidad: “Dios es Uno y Trino”. Nosotros no entendíamos nada, pero repetíamos el catecismo como unos papagayos. Las catequistas, para ahorrarse preguntas incómodas, se esmeraban sobre todo en que aprendiéramos de memoria las principales oraciones: el padrenuestro, el ave maría, el credo, la salve y poco más. Y ahí tenía yo ventaja, pues ya me las había enseñado mi madre, igual que me había enseñado a leer y escribir.

Y allí estábamos los catecúmenos, saltando por los bancos de la Iglesia, esperando que nos llegara el turno para demostrar ante el párroco que sabíamos rezar y que comprendíamos los misterios de la Santa Madre Iglesia, Católica, Apostólica y Romana.

Pero esa tarde, don Jerónimo no tuvo tiempo de examinarnos, pues salió muy preocupado de la sacristía, mirando el reloj en su muñeca, con el sombrero de teja y la dalmática sobre la sotana.

—¿Cuál de estos muchachos va más adelantado en la catequesis? —le preguntó a una de sus colaboradoras.

La catequista, señalándome con un gesto, le respondió:

—Vicente se sabe el catecismo de arriba abajo y se conoce todas las oraciones.

Don Jerónimo me hizo una seña para que lo acompañara a la sacristía. Allí estaba uno de los monaguillos, dos años mayor que yo, y a él se dirigió el cura:

—Sebastián, es la hora de ir al entierro, y tus compañeros monaguillos no han venido, a pesar de mis avisos. Explícale a Vicente lo que tiene que hacer y ayúdale a ponerse el alba con el cíngulo, el roquete y la muceta, que nos vamos ya a la casa del fallecido para acompañarlo a la Iglesia para el funeral.

Y así, en un momento, estaba vestido de blanco y con la cruz en las manos.

Mientras acompañábamos a don Jerónimo por las calles altas, Sebastián me puso al corriente de lo que sucedía.

—Los otros monaguillos no han venido porque están en la plaza, cogiendo peces de colores del bacio. Y por más que les he avisado que el cura los estaba esperando en la Iglesia, me han dicho que no venían hasta que cogieran todos los peces.

Mientras tanto, el sacristán tocaba las campanas de forma pausada, tres toques a muerto, pues se trataba de un varón. Para las mujeres, los toques eran dos, como me explicó Sebastián. Durante el trayecto se hacían tres paradas para que el cura rezara el responso.

Cuando llegamos a la casa del finado, se formó la comitiva. Yo, como acólito crucífero, iba detrás de Sebastián, acólito turiferario, agitando el incensario cada cinco pasos. A continuación, don Jerónimo, con la capa; detrás, el ataúd a hombros de seis personas, seguido de los familiares y amigos del fallecido.

Y así recorrimos el camino de vuelta hacia la Parroquia, entrando por la puerta principal, y dejando el féretro ante el altar. El cura, Sebastián y yo entramos en la sacristía, donde nos esperaban vestidos y preparados los otros dos monaguillos oficiales, una vez pescados todos los peces de colores de la fuente de la plaza Cervantes.

Don Jerónimo, mientras sermoneaba a los monaguillos rebeldes sobre la obediencia debida y las buenas costumbres, se metió la mano al bolsillo y sacó tres pesetas, que me entregó a la vez que me revolvía la cabeza y me decía:

—¡Gracias, Vicente! Te has portado muy bien. Cuando tomes la comunión, serás un buen monaguillo.

Lleno de alegría por las palabras del cura, y con las tres pesetas en la mano, que mantenía cerrada con fuerza, para no perder las monedas, me dirigí a casa, en la plaza Cervantes.

Sin embargo, al ver la fuente, me asomé al bacio para comprobar si todavía quedaban peces de colores, pues yo también tenía la ilusión de conseguir uno para mi pecera, pero los monaguillos los habían pescado todos.

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