El Perro de Caza

Inicio / Dramáticos / El Perro de Caza

El Perro de Caza

Por: Enrique Ferrer Pérez

Cuando lo llevó a casa por primera vez todos se quedaron encandilados, observándolo con la boca abierta y una mirada casi tan tierna como la de una madre hacia su hijo recién nacido. El cachorro de pointer era de algodón. Metido en una cajita de cartón con agujeros, sus ojos parecían transmitir la tristeza de una prematura separación de su madre. A toda la familia le gustaba, aunque la madre pronto disimuló, recreando en su mente la faena que aquel cachorro le iba a dar durante las semanas siguientes. Los niños pequeños pronto se encariñarían con el animal, como con todos los anteriores. Aunque poco a poco se iban haciendo a la idea de que sólo estaría con ellos aproximadamente un mes. Después, sería ya lo suficientemente grande para ir a la perrera, con los demás perros de caza.

Pasados unos días, y pasado también el miedo ante la nueva situación en la que se encontraba, el perrito se sentía realmente feliz. Los niños jugaban con él a todas horas. Su alimentación, a base de leche y jamón de york, algún resto de comida con sus primeros dientes. Habría sido un buen animal de compañía, avispado y fiel. Pero su finalidad no era aquella. Había sido concebido para ser un perro de caza, y así iba a ser criado. El padre advertía -No os encariñéis con él, sabéis que me lo llevaré pronto con los demás-, pero eso daba igual. El tiempo que pasara en casa sería una mascota mimada, no una herramienta de cazador.

Llegó el momento de llevárselo a la perrera. El padre lo cogió y se lo llevó. Sin más. Sin despedidas. Los niños ya acostumbrados, ni siquiera lo habían bautizado, seguros de que se llamaría Tobi (en realidad tobi seis o tobi siete, pero se quedaría en Tobi).

No durmió en toda la noche. Los demás perros lo olisquearon con poco interés durante las primeras horas, luego lo dejaron, ignorándolo completamente. El cachorro pasó toda la noche gimiendo, lloriqueando, lamentándose del cambio. Ayer durmió en una mullida cesta, hoy dormiría sobre tierra. Con suerte y valor conseguiría un trozo del camastro de paja. Pero ni iba a tener suerte, ni tenía valor. La noche fue fría. Por la mañana consiguió por fin dormir. Más bien el cansancio le obligó a dormir. Los ladridos y aullidos de los demás perros pronto le despertaron. Se sobresaltó. No sabía por qué ladraban. Parecían poseídos. Saltaban con sus cuatro patas contra la malla metálica que hacía de jaula, daban vueltas sin parar en pequeñísimos círculos, se gruñían unos a otros. Él, asustado, se acurrucó en una esquina. De pronto, la puerta de la perrera se abrió. Fue como el pistoletazo de salida. Los presos se lanzaron a la carrera hacía el cubo que traía el padre, repleto de una sabrosísima mezcla nauseabunda de restos de comida, pan seco y pienso. Más parecían cerdos que perros, comiendo ansiosamente la deliciosa mezcla, gruñéndose por el mejor puesto ante el cubo, enseñándose amenazadoramente los dientes. Cuando el padre entró con la escoba y el cepillo a barrer la perrera, vio al pequeño y pensó –Ves espabilándote, pequeño, o te irá mal-. Después se alejo un poco con él en la mano, y le puso delante un plato con una papilla de pienso humedecido en leche. El pequeño, soñoliento y hambriento, comió, esta vez bajo la protección del amo. La visita duró quince minutos. A partir de entonces ese sería el tiempo de su permiso diario, exceptuando la temporada de caza, que sería recompensado con largos paseos por el monte.
Creció. Se acostumbró a su vida de perros. Se hizo un perro fuerte. Casi siempre conseguía comer de los primeros. Era buen cazador. Bonitas muestras, siempre al lado de su dueño, buen buscador, jamás echó a perder una pieza, que llevaba siempre obedientemente a la mano del amo.

Pasaron los años. El perro envejeció. Ya no tenía la misma vitalidad que antes. Los días de caza se convertían en interminables excursiones que dejaban sus viejas patas doloridas. Su efectividad en la búsqueda de presas iba disminuyendo gradualmente. Acostumbrado a su cautiverio, casi prefería estar en la perrera que pateándose el monte.

Aquel día era el último día que estaba abierta la veda de caza. Subió al carro con los demás perros. Se había convertido en el más veterano de la jauría. Apenas le quedaban dientes. Cuando llegaron al campo, se quedó mirando a su dueño, como de costumbre, esperando el momento de comenzar la cacería. El dueño lo miró. El perro sintió que la mirada de su amo escondía lástima, profunda tristeza. Un segundo después el sentimiento cambió. Ahora la mirada expresaba determinación. Había llegado el momento de dar fin a la vida del perro. La siguiente temporada ya no podría cazar. El cazador, indudablemente, sentía cariño por el animal. Pero era lo que tocaba. Así debía ser. No había espacio para un perro inútil en la perrera. Su muerte daría la posibilidad de criar a otro cachorro. El ciclo de la vida.

Presintiendo su trágico final tras tantos años de fidelidad, el perro comenzó a correr. El cazador lo miró, extrañado. -¿Qué le pasará?- pensó. El perro volvía la cabeza cada pocos metros. El cazador no lo llamó. Se quedó pensativo. Cogió su escopeta y apuntó. El perro se volvió a girar. Corría desesperadamente, comprendiendo que le perseguía la muerte. El cazador puso el dedo en el gatillo. Una lágrima se deslizo por su mejilla, cayendo en la culata del arma. El perro siguió corriendo. Desapareció en el horizonte. El cazador bajó el arma y comenzó la cacería. Aquel día no consiguió acertar ningún disparo.

Dejar un comentario

Your email address will not be published.

Información básica sobre protección de datos Ver más

  • Responsable El titular del sitio.
  • Finalidad Moderar los comentarios. Responder las consultas.
  • Legitimación Su consentimiento.
  • Destinatarios .
  • Derechos Acceder, rectificar y suprimir los datos.
  • Información Adicional Puede consultar la información detallada en la Política de Privacidad.

Esta web utiliza cookies, puede ver aquí la Política de Cookies