Dos Metros de Distancia

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Dos Metros de Distancia

Por: Jacobo De Castro Taboada

Todo el pueblo estaba infectado. La pandemia no había dejado a nadie sano excepto a ese hombre que habían tenido que internar varias veces en el psiquiátrico y que lo único que hacía era caminar por el arcén de la carretera secundaria. Siempre caminando, en un sentido o en el otro. Siempre con la mirada fija, como siguiendo una misión.

La circulación del tráfico se había convertido en su torrente sanguíneo y ya nada ni nadie podían hacerle parar. El flujo incesante de coches y camiones ejercía un magnetismo irresistible en todo su ser que le obligaba a arrojarse cada día al asfalto. Con obstinación. Por mandato de una fuerza que gravitaba por dentro y de la que no podía desprenderse. Siempre un poco desaliñado, con una gorra azul descolorida de una empresa de pinturas plásticas de los años 80. Vaqueros de pata ancha raídos y con mucho asfalto en las costuras. Zapatillas de deporte cuarteadas de suela lisa casi tan currada como los surcos de la cara. Últimamente le había salido un bulto del tamaño de una canica gigante sobre la frente. Pero en nada había afectado a su aguerrido deambular, que se mantenía intacto. Él seguía su camino. Tenía que hacerlo. Todos los días. A cualquier hora. Para arriba y para abajo. Siempre por el arcén.

La epidemia le había dado exactamente igual. Él no leía el periódico ni escuchaba las noticias y vivía sin suministro eléctrico en una casa herrumbrosa al borde de una curva. Era una de esas casas pegadas a la carretera que por alguna razón no guardaba la distancia de seguridad de 2 metros con el límite del arcén y sobre la que, en su día, el capataz de carreteras había hecho la vista gorda seriamente amenazado por el trabuco mañanero del padre de nuestro hombre. Los planos de obligada expropiación, como consecuencia, se vieron por tanto libremente interpretados por causa de fuerza mayor. Por visualizarlo y así hacernos una idea de la situación extraordinariamente colindante del caso, se podría decir que cuando nuestro hombre dormía – que era casi nunca – o cuando al menos cabeceaba, su nuca distaba menos de dos metros de la cabeza
remolcadora de los trailers y de cualquier tipo de vehículo o viandante. Para mayor singularidad si cabe, la curva con la que pegaba su casa, era tan cerrada y en cuesta que debía tomarse a menos de 20 km/h de velocidad. Un inmenso letrero de
intermitente luminiscencia avisaba de ello con muchos metros de antelación. Por lo que ya podemos imaginarnos la constante procesión ante nuestro no tan bello durmiente.

En cuanto a su historial de antecedentes con las fuerzas del estado, su familia siempre fue recordada por el incidente del trabuco del padre y él, por sí mismo, también era un viejo conocido para la guardia civil desde hace años. Sabían perfectamente que estaba completamente trastornado y era peligroso si se le frustraba en su terca voluntad de caminar por el arcén a diario. Se le cruzaban los cables y cualquier cosa podía suceder. Y eso era algo que nadie quería en estos momentos. Había por tanto que conllevarlo; como la esquina en curva de su casa que rascaba en constante amenaza a todo lo que se moviera.

Hace años una patrulla de la policía nacional lo había intentado detener por caminar sin el chaleco verde fosforito de madrugada y acabaron todos sobre el asfalto en una escena dantesca. Con el forcejeo generó un tremebundo accidente en el que un camión de cerdos se vio involucrado perdiendo a todos los gorrinos, que acabaron desangrados y chillando sobre el asfalto en mitad de la noche, la policía en la cuneta y nuestro hombre subido al coche patrulla con la sirena puesta. Era verano, la noche estaba extrañamente serena y la luna estaba llena a rebosar. Desde aquel entonces lo habían dado por imposible. Y ya habían pasado 17 años.

Por lo que, aunque estuviéramos en estado de alarma, nadie había ni pensado en prohibirle caminar. Él era el estado de alarma, llegaron a pensar los vecinos. Todo el pueblo por tanto seguía confinado e infectado en sus casas. Y él seguía caminando. Nada podía detenerle. Y por supuesto aquel virus tampoco lo haría. En algún momento de tantas y tantas veces que me crucé con él por la carretera, yendo o viniendo, siempre con el mismo gesto imperturbable, pasase lo que pasase, pensé que era digno de encomio. Otras sentía una curiosidad absoluta y me entraban ganas de pararle y preguntarle por qué y hasta cuando.

Ayer por la noche, a eso de las 1:34 de la madrugada, sonaron los nudillos de una mano sobre la puerta principal de entrada a mi casa y no puedo dejar de pensar en él. Esta mañana los principales medios de comunicación han dado la noticia de una investigación que se viene realizando sobre un posible caso de paciente asintomático con inmunidad adquirida que podría haber estado contagiando a miles y miles de personas en toda la comarca. Se sospecha que violó sistemáticamente la distancia de seguridad de 2 metros con vehículos y viandantes.

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