Día 60

Día 60

Por: Begoña Ribera Beneyto

Tras dos meses de confinamiento, de encierro en casa y de una socialización nula, la situación creo que empieza a pasarme factura. Las primeras tres semanas fueron raras, muy extrañas, pero como era la novedad, tenía algo de ilusión dentro de mí. Veía que los de mi alrededor, aquellos a los que apreciaba, estaban bien de salud, y lo demás, eran actividades nuevas. Todo el mundo, literalmente todo (o casi) estaba igual que yo. Mal de muchos, consuelo de tontos.

Lo primero fue descubrir las videoconferencias de WhatsApp. Recuerdo cómo mi madre se echó a llorar al vernos a los cuatro juntos (mi padre, mi hermano y ella en su casa, y yo, en la mía). Al principio, hablar por vía electrónica resultaba hasta curioso. Pantallazos de las conversaciones con las amigas para ponerlos en las historias de WhatsApp, para recordarlas, para que supieran que tu corazón estaba con ellas. Te emocionabas con el aplauso de las 20:00. Nunca antes habías visto tantas luces encendidas a la vez. Cada uno en su hogar, en su refugio, sin acabar de entender muy bien lo que estaba pasando, pero todos con el corazón encogido.

Luego vinieron los ratos de matar el aburrimiento. Retos que superar, como el de la harina o alguna secuencia de baile; clases online para hacer algo de ejercicio… También esto resultaba una novedad y era hasta divertido. Te animas incluso a cocinar. Un reto que te infunde ilusión por aprender algo nuevo y por llevarte una alegría al estómago. Comer se convierte en una de las pocas ilusiones de cada día. Ves series, miras películas, lees. Haciendo zapping entre la 1, la 2 y A3, las cadenas de siempre, he visto decenas de películas, algún capítulo de la mítica Cañas y Barro, y todos los capítulos de Fortunata y Jacinta. Todos o prácticamente todos, hasta el final, sin que me pesara la lentitud de una serie ambientada en el siglo XIX. Me ofrecía tranquilidad y desconexión de la situación presente, así como el consuelo de saber que en otras épocas también se pasaron calamidades, hambrunas y epidemias. Saber que es algo propio de la humanidad, de vivir, de lo mundano. Entiendes que no somos intocables por vivir en el siglo XXI, aunque pensábamos que sí.

En aquel entonces, al principio de todo, creo que no era muy consciente de lo que estaba pasando. Era algo, como novedoso, dramático e histórico a la vez, pero sentía dentro de mí un halo de ilusión que, mientras los míos estuviesen bien, no se apagaba. Una tranquilidad que sólo conservaba si permanecía en casa. Recuerdo acudir al supermercado, en muy pocas ocasiones, y empezar a sudar de la tensión, caminar deprisa por llegar a casa lo antes posible, y ponerme muy nerviosa al hacer la compra. Salir de casa se convirtió en un auténtico martirio. Veía amenazas en todos los sitios.

Pasan los días, y quieres estar bien, animada, pero la atmósfera cada vez se entristece más y más. Notas que todos enmudecen cada vez que el Gobierno anuncia la cifra diaria de muertos como parte informativo. Un baile de números que resuenan en la cabeza y que fue más duro a medida que pasaban las semanas. Se llegaron a rozar los 1.000 muertos. El país estaba paralizado. Con una calma y una quietud de esas que dan pavor. Y mira que a mí me gusta la tranquilidad… Pero nunca, nunca en ese sentido. Se notaba en el ambiente la tristeza de perder la salud, la libertad, la economía y, en definitiva el provenir, los sueños, los planes o las ilusiones. Ese fue para mí el período más duro de la pandemia, hasta el momento.

A esas alturas, tras un mes de confinamiento, ya estás cansada de las videoconferencias que se escuchan mal, de no poder tener contacto físico con nadie, de no poder reír en compañía, de no poder salir, abrazar… Te cansas de los retos, más que nada, porque ya se te acaban las ideas. Te cansas de ver vídeos de recetas y decides parar de comer porque, de lo contrario, no te va a caber el vaquero que hace dos meses que no te pones… Te cansas de todo.

Y de repente, de das cuenta de que la vida ha cambiado. Te das cuenta de que esa ilusión del principio era porque pensabas que todo esto pasaría y todo volvería a ser como antes en poco tiempo. Sin embargo, no es así; debes cambiar el chip y, poco a poco, adaptarte a una nueva realidad. De repente te das cuenta de que, a los peligros y riesgos que ya había, se añade este virus. Un virus que puede llevarse por delante, ya no a mí (eso no me da miedo), sino a tus seres queridos, a los pilares de tu vida. De repente crece el miedo dentro de ti, porque la vida ya no era lo te pensabas que sería para siempre.

Tras 50 días encerrados en casa, empezamos con la fase 0. Te permiten salir de casa a caminar o hacer deporte. Algunos se lo cogieron con muchas ganas, yo, sin embargo, tenía miedo. Una inquietud que todavía no me he podido quitar de encima. El primer paseo es como algo raro, incómodo, tenso. Pero luego, te vas acostumbrando, relajando, disfrutando, aunque siempre con distancia de otras personas, con mascarilla y gel desinfectante. Cuando te encuentras a alguien por la calle lo saludas, de lejos, y yo, que estoy acostumbrada a repartir besos y abrazos, porque llenan así mi corazón, me doy cuenta de lo vacía que estoy de cariño, de apego. Me doy cuenta de la rabia que da no poder acercarte, de lo frío que es preguntar ‘cómo estás’ de lejos a alguien que quieres. Del coraje que da ver a mis abuelos a distancia, sin poder estrujarles contra mi pecho, aun sabiendo que son mayores y que el tiempo corre en nuestra contra.

Da pena, lloras. Igual soy exagerada, lo sé. Sé que me tomo las cosas muy a pecho. Sé que no soy fuerte ni valiente, más bien soy una cobarde y me achico ante las situaciones que no puedo controlar, situaciones como esta que estamos viviendo. La incertidumbre es mi peor enemiga. Me doy cuenta de que me voy apagando como una vela. Llevo dos meses sin que nadie me toque, literalmente, sola. Sin un abrazo, una caricia, un beso.

Me doy cuenta de que, poco a poco, me voy sumiendo en una oscuridad que primero era gris y que ahora está tomando forma de negro. De repente, tengo miedo porque mi cabeza está entrando en un vaivén de tristeza, de negatividad, de melancolía, de dudas. Ya no sé ni quién soy y le estoy perdiendo el sentido a la vida de una manera que me aterra. Y no debería, porque gracias a Dios, lo tengo todo. De lo único que carezco es de vida social, que no debería ser tan importante ni esencial para mi salud mental, pero parece que sí lo es. Tengo todo lo demás, y por eso doy mil gracias a Dios por tenerlo. Sin embargo, me siento perdida y desorientada. Aunque, por ellos, por los míos, sé que lo voy a superar, y que debo ser fuerte porque hay personas que lo están pasando mucho peor que yo.

Quizás al leer esto esperabais poder encontrar algo más políticamente correcto, más amable, más alegre, pero es lo que siento. Y si nunca fui valiente, también reconozco que nunca supe mentir. Supongo que sentirse así será normal. Que son las consecuencias, la cara B del confinamiento. Y realmente, no sé cuál es la cara A. La solidaridad, la humanidad, la empatía… Sí, esta puede ser la cara A, pero es una cara que debería asomar siempre, no sólo en momentos de crueldad y desesperanza. ¿Es preciso que lo pasemos mal para ser buenas personas? Mi conclusión es que debería ser que no. Deberíamos ser humanos siempre, querer siempre, abrazar siempre, porque nunca sabes, si por el coronavirus o por cualquier otra causa, será la última oportunidad para ello.

No. No debemos esperar a estar en estos extremos para querer más y mejor. No quiero verme tan sola y perdida para tener que entenderlo, porque antes de esto, yo ya tenía la suerte de saber lo mucho que significaba para mí tener a mi lado a los que más quiero. Así que no, por favor, no esperemos a ser mejores cuando sea demasiado tarde. Querámonos siempre, respetémonos siempre, valorémonos siempre; apreciemos un beso, una caricia, un abrazo, una palabra de afecto, como si fuera el último día que vayamos a vivir.

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