La Espera

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La Espera

Por: Cactus de Tinta

En mi vida como periodista ha escuchado cientos de historias increíbles. Muchas como parte del trabajo y otras como parte de la vida. El problema con ser periodista es que no se puede separar el trabajo de la vida. Se vuelve una forma de pensar, una forma de sentir.

Así fue como llegué a conocer la historia que estoy a punto de contarles. Y la diferencia de esta historia es que jamás la escuché. La viví.

Todo comenzó en un caluroso día de verano. Yo había decidido ir a pasar unos días a la playa para olvidarme de todo. Descansar la mente es necesario para volver con más energías. Pero jamás es fácil desconectar la mente cuando mantenerla alerta es lo único que conoces. Sin embargo, en ese momento sentí que valía la pena el esfuerzo. Tomé un tren del que no recuerdo el nombre para dirigirme a un pueblo del que tampoco recuerdo el nombre. Así de relajada estaba que jamás me molesté en recordar nada. Al bajar del vagón, se podía percibir el ambiente de vacaciones. Personas besándose, shorts, musculosas, sonrisas por todos lados, gritos adolescentes y olor a bloqueador solar. La única cosa que no cuadraba era una. Había una mujer, con la mirada impasible vestida completamente de invierno. Gorro, guantes, bufanda, campera y los labios de color casi azul. Como si estuviera pasando muchísimo frío. Se encontraba sentada muy alejada del resto de la gente. Inmóvil. Con la mirada concentrada en un punto fijo. Esa imagen me causó escalofríos, pero no quería que nada arruinara mis vacaciones por lo que al salir de la estación, ya había olvidado todo. Pasé unos días muy tranquilos en los que lo único que hacía era tomar sol, bañarme en el mar, leer libros sencillos y tomar limonada.

Pero todo, incluso el verano, tiene su fin así que tocaba volver a la rutina. Con la mente fresca preparé las valijas y me dirigí a la estación. Esa vez no pude ignorar lo que veía. La misma mujer se encontraba en el sitio donde la había visto la primera vez, con la misma ropa y la mirada fija. Me acerqué, algo cohibida, y traté de hablarle. No respondió. Intenté una y otra vez pero no veía ninguna reacción en ella. Ni siquiera pestañó. Con mucho cuidado apoyé mis dedos sobre su cuello y sentí un enorme terror. No tenía pulso.

No recuerdo haber llamado a la ambulancia pero supongo que lo hice porque en algún momento llegaron. Lo que más me sorprendió fue la falta de preocupación de ellos. Me dijeron que llevaba cien días sentada en ese banco. Nadie había logrado sacarla. Volvieron a intentar de todo pero ella seguía ahí. Inmóvil.

Volví a casa asustada y muy confundida, con sus ojos grabados en mi memoria. Trabajé más que nunca en mi vida. Tratando de no pensar o más bien de pensar en cualquier otra cosa pero jamás lo logré. Un día incluso me rendí de intentarlo y volví a verla. Esta vez no me causó miedo sino tristeza verla allí. Parecía que los años no pasaban para ella salvo por su mirada. Cada vez parecía más triste. Como si se hubiera resignado a que lo que estaba esperando ver no fuera a aparecer nunca.

Comencé a visitarla todos los meses por algunos años hasta que no aguanté más y quise saber qué era lo que esperaba. Supe por diversas fuentes que había ido a la estación a recibir a su esposo que volvía de un viaje muy importante. Al parecer nunca llegó pero ella aseguraba que algo malo le había pasado y que no pensaba irse hasta verlo llegar. Aún no había llegado y ella no se había movido ni un centímetro.

Su historia se volvió mi obsesión. Pasaba días y noches investigando. Buscaba el nombre de él pero no aparecía en ningún lado. Fue justo cuando estaba por rendirme que llegó a mí. Me hicieron cubrir la noticia de un hombre que llevaba en coma 5 años por un accidente que había sufrido mientras intentaba volver a su casa.

Entré a su habitación con la libreta y lapicera en mano pero no fui capaz de escribir nada. Sus ojos, al contrario de lo que esperaba para alguien en coma, se encontraban abiertos. Y a pesar de ser otros ojos, otra cara, la mirada era la misma. Supe que debía juntarlos como fuera. Me acerqué a su oído y susurré: “Te llevaré hacia ella”.

Ahora, casi no recuerdo cómo fui capaz de desconectarlo de todos esos cables y tubos a los que estaba conectado, pero en ese momento no tuve ninguna duda. Lo tapé con una sábana y corrí por los pasillos del hospital. Nadie me paró. Supongo que ambos ya habían sufrido demasiada espera. Lo subí al auto y manejé más rápido que en toda mi vida. Cuando llegué a la estación corrí hasta llegar al banco donde se encontraba ella y no pude contener las lágrimas. Me senté con todo el cuidado del mundo a su lado y supliqué que funcionara.

“Está aquí”. –le dije.

Como si no hubiera estado allí por años se giró hacia mí y preguntó: “¿Dónde?”.

La tomé de la mano y la llevé al estacionamiento. Allí, él salió del auto y corrió a abrazarla. Fueron tan solo unos segundos y en lo que tardé en pestañear desaparecieron. Como si hubieran sobrevivido a la muerte solo por ese abrazo.

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