Emisora Fantasma

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Emisora Fantasma

Por: Ghostgreyhound

Lloré sin parar cuando se marchó de casa. Sabía que no había vuelta atrás, así que me descargué de cuantos sentimientos tenía hacia él con un llanto largamente retrasado.

No sé por qué puse la radio en mitad de aquel dolor. Supongo que no quería dar un espectáculo a mis vecinos. Solo sé que, justo al llegar la media noche, una extraña canción comenzó a sonar y mis lágrimas se detuvieron de golpe. Sin explicación que dar o encontrar, me encontré mirando aquella vieja radio con los ojos abiertos de par en par y sin poder creer lo que escuchaba. Era una melodía en un idioma desconocido. Pero era tan bella y cautivadora que, de pronto, me sentí en paz. Luego me sentí feliz. Y al acabar la tonada, justo al terminar, me sentí plena; como jamás lo había estado.

El golpe vino el segundo después de acabar la canción. Cuando me quedé allí, en silencio, abrumada por un sentimiento de vacío que también me era desconocido. Me levanté como un resorte y cogí la radio en mis manos. Desesperada busqué el dial en el que había sonado aquella canción. Pero este, extrañamente, estaba a 0.

¿Me había imaginado la canción? Traté de tararearla de memoria, pero, por alguna razón, no lograba recordar ni una sola de las notas que había escuchado. Pasé horas esperando a que volviese a sonar. Pero solo obtuve estática. Y un inmenso vacío en mi interior.

Decidí no tocar la radio. Tenía miedo de que si alteraba la frecuencia no fuese capaz de volver a encontrarla. Pasé todo el día en casa, acompañada por una estática a la que, con el tiempo, me logré acostumbrar tanto que ya ni la escuchaba. Así, cual prisionera, llegó la media noche nuevamente. Y de nuevo otra canción comenzó a sonar. Esta vez se escuchaba distorsionada. Lejana. Difusa. Pero igualmente bella que la del día anterior.

Volví a sentirme bien. Y cuando se acabó, nuevamente me sentí caer. Mi necesidad por aquellas canciones crecía y temía que fuese imposible aguantarla por mucho más tiempo.

Pasé tres días en casa en vigilia hasta que determiné un patrón. La música siempre sonaba a media noche. Su calidad dependía. A veces era perfecta. A veces un susurro distorsionado. Pero siempre provocaba en mí la misma sensación placentera mientras la escuchaba. Y la misma pérdida y necesidad acuciante de más cuando se acababa.

—¿Has probado con algún programa del móvil para saber qué canciones son? —fue lo primero que me preguntó Elena cuando le conté lo que me estaba pasando.

Saqué el móvil y reproduje la grabación que había hecho la noche anterior.

—Bonita estática —comentó Elena exactamente lo que se escuchaba— ¿Y la canción?

—Ese es el problema Elena. Que no hay forma de grabarla —le dije frustrada y al borde de la desesperación—. Por más que trato no hay forma de que quede registrada en ningún soporte. Ni en un móvil, ni una grabadora analógica… Nada.

—Te voy a preguntar una cosa y no lo tomes a mal, ¿vale? —me dijo un tono muy serio y preocupado—. No se te ha ido la cabeza con la ruptura, ¿verdad?

—Eso quiero averiguar —le dije con toda sinceridad—. Por eso te cuento esto. Y por eso quiero que vengas conmigo esta noche. Para comprobar si tú también la escuchas.

El plan de la inusual noche de chicas no le hizo mucha gracia, pero nuestra amistad era lo suficientemente fuerte como para que no la rechazara. Así que allí nos sentamos las dos después de cenar y dejar escapar la noche entre charlas banales y algunas no tanto.

—¿Cuándo tienes que irte?

La pregunta de Elena me hizo daño pues me recordaba lo inevitable de mi destino. Las separaciones, a veces, no consistía en desligarte de personas, sino también de lugares.

—La semana que viene. Me dejó claro que esta no era ya mi casa. Pero que no me echaría a la calle sin darme al menos dos semanas de margen para que me busque otra.

—Que considerado… para un tonto del culo integral.

Sonreí por primera vez desde que mi vida se había partido por la mitad y abracé a Elena con fuerza. Dando gracias por que fuese mi amiga. Y justo en ese momento la música comenzó a sonar con total claridad. Miré a mi amiga esperando que ella también la oyese, pero en su rostro no había paz o felicidad: sino desconcierto.

—¿La has oído? —le pregunté en cuanto acabó la canción y mientras me invadía el vacío.

—He escuchado algo… Pero no era música —me dijo entonces con el semblante serio y algo cetrino—. Era una voz de hombre que repetía unos números una y otra vez.

—¿Números? Yo no he escuchado nada de eso.

Elena cogió un papel y los escribió. 3702461 y 227266. Saqué mi móvil al momento y los busqué, tratando de dar sentido a todo aquello. El buscador me devolvió coordenadas de latitud y longitud. Unas que no estaban lejos de donde nos encontrábamos.

—Sé lo que quieres hacer y te digo ya que no vayas —me advirtió Elena leyéndome las intenciones—. Esa voz… la voz de los números me ha helado el alma… Por lo que más quieras, no te muevas de aquí. Olvida esa radio, esa música y céntrate en tu vida. Sea lo que sea por lo que estés pasando, lo pasaremos juntas, ¿vale?

Pero no valía. No para mí. Le di un beso en la mejilla, cogí mi abrigo y salí de casa sin decir nada más. Sabía que aquella era mi oportunidad de, no sólo saber que estaba pasando, sino de no depender de una radio para que mi vida tuviera algo de sentido por unos minutos. Aquello era algo especial. Y me estaba pasando a mí.

Conduje 2 horas en la oscuridad, con la única guía de unos números en el navegador. Dejé atrás ciudades grandes que pasaron a ser pequeñas. Pueblos que luchaban contra el olvido y la despoblación. Y rincones casi inexplorados por cualquiera con dos dedos de frente. Hasta que llegué a mi destino.

Y aquí me encuentro al fin. En mitad de la nada y ante mí, envuelta por la noche, un pequeño edificio rectangular coronado por una antena de radio emisora. Debería, pero no tengo miedo a lo que me espera. Me dirijo a la puerta de entrada. No llamo pues, en mi interior, sé que es una puerta que yo misma debo abrir. Lo hago y las luces se encienden para dejarme ver lo que reconozco como una pequeña emisora de radio. Equipos de difusión vetustos, discos de vinilo y polvo me reciben. No. No son lo único. Allí, ante mí, está la silla de control. Y aunque me da la espalda, sé que hay alguien ocupándola. Con más coraje del que he tenido en mi vida me dirijo directamente hasta allí y, sin vacilar, pongo las manos sobre ella para girarla. Al hacerlo veo por un parpadeo, por un latido, a su ocupante. O más bien su sonrisa. Amplia. Sincera. Eterna. Y, en cuanto me quiero dar cuenta, no hay nadie ante mí. Sólo una silla vacía y unos auriculares colgando de la mesa de mezclas. Sin dudarlo me siento y me coloco los cascos. La sensación es de llevarlos puestos toda una vida. Instintivamente pulso el “play” y la música comienza a sonar nuevamente. Me llena. Me inunda. Me desborda.

Soy feliz. Y sé que durará lo que duren todas esas canciones, pero por fin sé lo que es la felicidad. Y mi misión es repartirla para aquellos que necesiten descubrirla. Que necesiten oírla. Y pienso cumplirla hasta que el último disco deje de girar.

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