Sorpresa de Medianoche

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Sorpresa de Medianoche

Por: Regiomonte

«El viejo tiene la muerte ante sus ojos, el joven a su espalda».
Proverbio anónimo.

A través del pequeño ventanal rectangular en lo alto de la pared, comienzo a apreciar una levísima claridad macilenta. Las lámparas fluorescentes vencen aún al alba, han mantenido iluminado el entorno en esta larga noche. Estoy sentado en un moderno cubículo de cuidados intensivos; muy limpio, cómodo, todo muy bien diseñado. Aprecio una estupenda cama clínica, con control a la mano de todas sus posiciones y accesorios. Hay bocatomas de oxígeno, vacío y aire comprimido. Los monitores electrónicos sobre el carrito metálico, aún parpadean en verde claro sobre las negras pantallas. Ayer, las cifras y gráficos me eran por completo ininteligibles, ominosos; los escudriñaba con angustia, buscando poder colocar su significado en algún rango de normalidad que me permitiera tranquilizarme. Desde la medianoche, ya no los observo.

Hace su ingreso la enfermera gordita y rosada, muy seria, ojerosa. Anoche, cuando llegamos, era toda sonrisas, pero es posible que haya tenido un turno difícil; quizá cuántos otros pacientes en situaciones complicadas le han tocado a la pobre en las últimas horas. Se acerca, esboza con su mano una leve caricia sobre mi hombro y me informa en voz baja que ya no falta mucho, a lo más una hora.

Salto atrás en el tiempo. Apareciste en mi oficina para tu entrevista. Bastaron un par de frases para comprobar que tu inteligencia volaba muy alto por sobre la de las otras candidatas; «ven a trabajar mañana», te dije, breve y conciso. Te observé mientras tomabas tu carpeta y te retirabas de la pequeña sala de reuniones; la curiosidad me golpeó como una bofetada, pero me prohibí seguir pensando en fantasiosas posibilidades. Mis circunstancias de entonces no me permitían siquiera ilusionar sobre alguna remota posibilidad de congeniar con las tuyas. Después, día a día, trabajamos, en absoluto silencio, largas horas a un par de metros de distancia. La cosa anduvo bien; poco a poco lograste ganar el respeto de los demás funcionarios. Cuando llegaste, deben haber apostado ―estoy casi seguro―, que no durarías más de una semana en el puesto. Imagino que intercambiaron comentarios viperinos entre ellos, todos apuntando a que me otorgarías, si aún no lo habías hecho, algún favor «especial» a cambio de extender y asegurar tu permanencia. Ahora ―ya lo he notado―, aprecian cómo manejas con sonrisas las tensas situaciones con los clientes; también te encargan, lo que me divierte sobremanera, interceder conmigo, cuando se les presenta un problema que podría gatillar mi ya legendaria cólera. Recuerdo muy bien nuestro primer recorrido juntos a visitar clientes. En mi coche, durante el trayecto, comenzaste a contarme tus cosas. Yo a ti, las mías. De a poco, con serias omisiones. Andaba mal yo en esa época, solo vodka de combustible, se me notaba. En un inexplicable salto de fe, te pedí que me ayudaras a sacudirme de encima la estúpida infatuación por la que estaba pasando, la que estaba convencido, más allá de duda alguna, que no iba a ningún puerto; pero no entendía lo que me sucedía. Debe haber sido solo una morbosa obsesión. Los días pasaron; seguimos con exactitud a tres metros de distancia, cada escritorio con su teclado y pantalla. De una a la otra ―los electrones hicieron bien su trabajo―, comenzaron a saltar las palabras. Al principio, cuidadas frases, breves y frías. En forma gradual, el intercambio de mensajes tomó ritmo, se hizo más impetuoso, más audaz. Afloraron descripciones de sentimientos, irguieron su afiebrada cabeza las pasiones; ya no cuidamos el lenguaje, los párrafos vibraron: fuertes destellos entrecruzaron las pantallas, amenazó el fuego entre los escritorios.

Días después, ambos estábamos muy inquietos. Iba a ser nuestra primera salida juntos. Fue admirable tu valentía. Te encaramaste a la bestia negra, la antigua, enorme y pesada motocicleta, que duerme estacionada la mayor parte del tiempo, tan poco la uso ya a estas alturas de mi vida. Me agradó que no titubearas en acompañarme en la máquina; fue intensa mi satisfacción al verte poner tu confianza en mi incierta destreza. Esa vez compartimos un par de cervezas. En la siguiente salida, asistimos a la presentación de una obra de teatro. Luego, hasta muy tarde, en una pequeña taberna, conversamos, comentándola como tema central pero, con interrupciones para reírnos, inventando historias sobre lo que la gente de otras mesas estaría pensando al vernos; lo poco plausible de nuestras circunstancias. Descartamos, como fuera de toda posibilidad real, que nuestras escasas horas juntos pudieran pasar a algo más. Sin embargo, cuando sin prisa y casi en broma, por fin surgió el tema, confesaste que yo te hacía sentir una especie de tranquilidad, de confianza. Explicaste que, después de los cortos momentos que habíamos compartido, al regresar a casa de tus padres, sentías una especie de frustración por no haber alargado los momentos conmigo. Me sucedía algo idéntico a mí. Hasta la primera vez que pudiste arreglar que nos quedáramos, una noche de sábado, juntos en mi apartamento.

Las baterías del medidor de presión están muertas; me siento débil, mareado. Pones tu mano sobre mi pecho para calmar los latidos. Se suceden los programas de la televisión; casi no los notamos. Estamos en silencio, desnudos bajo las sábanas, las miradas clavadas en el vacío. Es muy extraño lo que siento, te confieso. Respondes, asintiendo, que estás muy nerviosa y angustiada, casi con náuseas. Bromeamos, sin mucho entusiasmo, sobre un presunto embarazo. Opino que me está perjudicando la dieta que inicié, para bajar algo mi perímetro abdominal; me siento pésimo, muy caro estoy pagando este impulso vanidoso. Comentas, con una leve sonrisa, que te mueres por un trozo de chocolate. Pero cambias de parecer, hay que seguir la dieta a toda costa, no quieres que yo me desanime.

A las diez de la noche, me inspeccionas con el ceño fruncido y me ordenas vestirme; partimos raudos en un taxi a la clínica. En la sala de espera de la sección urgencias, me acomodo en un asiento plástico mientras hablas con la funcionaria. Después desapareces. Una enfermera me llama por mi nombre y me pide seguirla. Es una gordita rosada. Me hace pasar a este cubículo, que ha sido nuestro hogar por esta larga noche. Mientras ella se afana con tubos, cables y sensores, además de llenar formularios que exigen datos, sonríes, asegurándome que todo estará bien. No estoy muy convencido; la actitud inquieta de la enfermera no me proyecta que sea un asunto de rutina. Más bien me infunde algo de miedo; algo no anda bien y no me lo quieren decir.

La parte grave se desencadenó a eso de las once y media. Sonaron algunos pitidos, la gordita rosada entró corriendo, echó una ojeada a las pantallas y salió de nuevo, muy apurada. Breves instantes después, regresó con dos señores médicos de batas blancas. Lo que siguió me lo perdí. Fue, con precisión, a la medianoche, cuando salieron a informarme que el infarto había sido tan masivo que no pudo hacerse nada. Que lo lamentaban mucho, eras tan joven. Ahora, amanece con desesperante lentitud. No queda mucho tiempo, a lo más una hora, para que te vengan a buscar los de la funeraria.

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