Ratones de Biblioteca

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Ratones de Biblioteca

Por: G.P.G.

Era la primera vez que entraba en la biblioteca. Aquella tarde debió despertarse en mí el hambre por aprender, o quizá fueron las ganas de correr aventuras como les había sucedido a todos los personajes de los libros allí almacenados.

Debo reconocer que también influyó mi padre, pues sus indicaciones y consejos, en su justa medida sopesados por su experiencia, me dirigieron hacia ese edificio en vez de al ruidoso salón de juegos colindante a la biblioteca. Algunos de mis hermanos allí fue donde terminaron y jamás volví a saber de ellos. Imagino que fueron cayendo, uno tras otro, en peligrosas y generalmente mortales trampas.

Entré aprovechando que Pepa, la limpiadora, había atrancado la puerta con su carro de limpieza mientras llevaba dos bolsas de basura al contenedor que estaba pegado a la acera, antes de que llegase el camión encargado de vaciarlo.

El recibidor me pareció todo lo acogedor que puede ofrecer una estancia en la que hay un largo mostrador de madera, un viejo tresillo de pana gastada por el roce de cientos de culos que se habrían sentado sobre él, una mesita baja con algunos folletos y ya caducas revistas, el periódico del día y tres paneles de corcho llenos a rebosar de panfletos, anuncios, avisos y notas.

Lo atravesé con esa ilusión que te palpita dentro cuando vas a ver, y seguramente disfrutar, algo por primera vez. Recuerdo que ni siquiera saludé al encargado del registro de inscritos en la biblioteca, que se encontraba tras el mostrador. Las ganas de acceder a la sala de lectura me incitaron a atravesar el recibidor a paso ligero, con los nervios de la primera vez y el miedo a lo desconocido a flor de piel.

Una vez dentro, un grato y acogedor silencio se dejó oír. Todo el mundo leía o escribía sin emitir ningún ruido, concentrados cada uno en sus quehaceres. Me limité a observar y disfrutar, durante unos pocos instantes, aquella atmósfera que llenaba la estancia de sus efluvios de paz, quietud y armonía.

Aquel sosegado momento se vio inesperadamente interrumpido cuando, al fondo de la sala, se abrió una puerta de dos hojas tras la que apareció Dñª Rosario, la bibliotecaria, empujando un carrito lleno hasta arriba de libros, que comenzó a depositar en las mesas según las peticiones que había hecho cada lector.

Me dije: -¡Ahora o nunca!- y aproveché la ocasión que se me brindaba. Atravesé, nuevamente a paso ligero casi en carrera, el pasillo lateral derecho de la sala en dirección a las puertas que se habían quedado abiertas, y entré en el salón contiguo.

Aquella era la verdadera biblioteca. Una enorme estancia de la que no se podía ver el final, pues debía ser como diez veces la sala de lectura, llena de estanterías de madera cuyas cubiertas tocaban casi el techo, y una sobre otra, conté hasta ocho baldas donde reposaban su descansado sueño los libros. -Cientos de ejemplares, ¡qué digo cientos!… ¡miles!- Aquel depósito de literatura rebosante de cultura se alzaba ante mí, provocando que me sintiese más pequeño aún de lo que era.

Relato corto de ficción: Ratones de Biblioteca

-¿Sorprendido?… ¡Pues no has visto nada todavía!- me interpeló alguien que se me acercaba por detrás.

-¿Pero…, hay más?- contesté con una voz temblorosa y los ojos expresando un asombro que nunca antes había experimentado.

-¡Mucho más!…, como tres veces más al menos. El edificio tiene dos sótanos del tamaño de esta sala y la de lectura juntas. Y allí hay miles de libros, periódicos, revistas y todo lo que te puedas imaginar que se pueda imprimir y encuadernar.

-¿Usted lo ha visto todo ya?

-¡Jajaja!…, es imposible verlo todo en una sola vida. Ni a un gato, con sus siete vidas, le daría tiempo a verlo todo.

-¿Tan grandes son los sótanos?- pregunté sin bajarme de mi asombro.

-¡Ni te lo imaginas! El día que, como tú, vine por primera vez, me acompañaba un amigo de la infancia y no lo he vuelto a ver nunca más. Y como puedes ver, mi bigote es del todo cano, lo que te indica los años que han pasado desde entonces.

-Me asusta el perderme en este bosque de estanterías y no poder volver a salir de él.

-No te preocupes, muchachito, para eso me tienes a mí. Yo seré tu guía y así no te perderás.

-¿Y por dónde empezamos?

-Pues eso depende de por donde desees tú comenzar. Aquí todo está ordenado y clasificado por temas, estilos, contenidos, materias y asuntos. ¿Qué es lo primero que quieres ver?

-No lo había pensado aún. ¿Qué me recomienda?

-Pues sopesando tu notoria escasez de edad, comenzaremos por la sección infantil. En ella encontrarás libros que por su formato, son casi como juguetes, pues no solo tienen textos y dibujos, sino también huecos en sus gruesas hojas donde introducir tus dedos, cordones de diferentes colores para cerrar sus tapas, incluso figuras de cartulina que se despliegan al abrir una determinada hoja, y otras muchas cosas que irás des-cubriendo.

Allí se inició mi aventura del saber, en una estantería llena de ejemplares de diferentes tamaños y pocas hojas, con los que comencé a llenar mi baúl de conocimientos. Todos los días Tomás, mi guía y guardián, me enseñaba una nueva sección y recorríamos una determinada estantería de abajo arriba, hasta alcanzar su balda más elevada.

Él, buen conocedor de aquel espacio y de todos y cada uno de sus pasillos, de sus recodos, incluso del pequeño y estrecho montacargas que servía para subir libros de los sótanos a la sala de préstamos y lectura, y por el que se devolvían a su reposo los que ya habían sido leídos o consultados. Conocía todos los recovecos del edificio y me los fue enseñando poco a poco, como parte de mi formación para que, si algún día no pudiese acompañarme, no acabase perdido en aquel laberinto de anaqueles, repisas, estantes, baldas y pasillos, como le ocurrió a su desafortunado amigo.

-A la sección de cocina y recetas ni te acerques. Está llena de enciclopédicos volúmenes muy gruesos y pesados, atiborrados de fotos de guisos que lo único que van a provocar en tu aparato digestivo es una mala digestión, porque tanta tinta de colores no es buena para nuestro organismo.

-Yo prefiero los libros viejos del segundo sótano. Como me enseñaste hace ya algún tiempo, las pieles de sus tapas y sus páginas de pergamino son mucho más agradables que las hojas de brillo satinado. Se han convertido en mis preferidos.
-Además, el segundo sótano es mucho más tranquilo y no tiene la bulla de la planta de lectura. Aquí estamos mucho mejor, alejados del trasiego de la gente que entra y sale constantemente perjudicando tu concentración en el estudio de qué libro te gustará más.

Así fueron pasando los meses, que sumados se convirtieron en años y esa benevolencia y mansedumbre a que nos predisponen siempre la cultura y la formación personal, se truncó inesperadamente de golpe aquella tarde.

A qué afligirlos a ustedes especificándoles los repugnantes y salvajes acontecimientos que tuvieron lugar, baste decir que Pepa, la limpiadora, nos descubrió.

Esa tarde, Tomás me enseñaba un estante del primer sótano lleno de cajas de cartón repletas de periódicos viejos. El tiempo los había amarilleado y expedían un acre olor a humedad seca, pero a mí no me resultaba molesto, al contrario, sentía cierta atracción por el contenido ajado y envejecido de todas esas fascinantes cajas.

Todo sucedió muy deprisa, casi sin poder darnos cuenta. Primero cayó Tomás. Ya era viejo como aquellos periódicos, y sus reflejos lo habían abandonado hacía ya algún tiempo. Solo recibió un golpe, que fue más que suficiente para acabar con él. Sin embargo, Pepa se cebó conmigo, y pude contar hasta cuatro de aquellos escobazos golpeándome la cabeza.

Entre golpe y golpe, corrí, salté, intenté escapar de aquella furibunda mujer, enloquecida y desbordada de histeria y agresividad, pero entre el cuarto y el quinto, me flaquearon las fuerzas, el miedo se apoderó de mis entrañas y por aquel cúmulo de debilidad, agotamiento, espanto y sobresalto, ese último golpe acabó conmigo en aquel instante.

Todo lo que había aprendido se borró al segundo, como queda una pizarra cuando finaliza la clase y el borrador se lleva la tiza por delante. Y dejé de pensar, dejé de aprender y de sentir…

-Dñª Rosario, he encontrado dos ratones en la balda de los periódicos viejos. Ya le dije que había que tirarlos, que para lo único que sirven es para atraer a los ratones, y ya nadie los va a leer. Están amarillos y raídos, como las noticias que traían. Si usted me da su permiso, me los llevo al contenedor y de camino, me deshago también de estos dos asquerosos bichos.

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