Aquí Tienes lo que Mereces

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Aquí Tienes lo que Mereces

Por: Regiomonte

<<El que ríe último, ríe mejor>>
Proverbio anónimo

―Me parece admirable―me dijiste―, pocos negocios llegan a su conclusión sin que se presente algún pequeño problema. En este caso, todo ha funcionado en forma impecable: como debe ser entre caballeros. Bueno, todos los campesinos aquí presentes sabemos que, por lo menos, el que habla es un caballero.

Tu comentario, emitido breves instantes después de haber ambos firmado ante el señor notario, con la presencia de los testigos que por ley se requieren, la escritura según la cual me compraste ese hermoso campo a orillas de la laguna, no solo me produjo un intensísimo desagrado y una punzante sensación de haber sido agraviado sin provocación ni justificación alguna: también estabas equivocado. Apareció un enorme problema, unos meses después. La laguna se secó.

Pero en la fecha en que llegaste por primera vez a visitar el lugar, aún proyectaba una estupenda semblanza de completa normalidad; a la distancia ―sobre las entonces aún muy abundantes aguas―, lindos veleros surcaban las plácidas ondas bajo un cielo de intenso y diáfano azul.

Ruego ahora tu atención, hay una arista que desconoces; en realidad son dos. La primera es que debo confesarte que yo hubiera quedado satisfecho, te lo aseguro de veras, con un monto de dinero bastante inferior al que me pagaste. En los cerros del que fue mi terreno hasta que tú lo compraste, yo llevaba muchos años cultivando trufas; por supuesto, durante el largo período en que los inviernos aún eran bastante lluviosos. Nunca te lo dije. ¿Quizá había una razón precisa para mi omisión? Sí, la había; la razón precisa era que ya no había trufas.

Unos meses antes de tu aparición, el hombrón taciturno y parco de palabras que cuidaba mi propiedad, este campo que ahora es tuyo, me había mencionado que, bebiendo, como era su costumbre habitual, con algunos antiguos arrieros de animales del lugar, había escuchado de ellos un abominable presagio. Susurraban que las hormigas se estaban comportando en forma muy extraña, ―lo que según ellos― vaticinaba con toda seguridad que la laguna se secaría. Sus comentarios y mi intuición me obligaron a aceptar con bastante tristeza que mi hermosa y extendida etapa allí había llegado a su término. Entonces, en un fin de semana, recorrí uno por uno los robles de los cerros; cavando con mucho cuidado, fui retirando la valiosa cosecha, la que quedó cuidadosamente guardada para las ocasiones en que agasajaría con esta incomparable delicia a mis amigos. Después, hice colocar el aviso publicitario ofreciendo en venta el terreno.

La segunda arista que desconoces es que, durante el proceso de cosechar, encontré una inesperada sorpresa, una situación que te va a interesar muchísimo; creo que te causará una intensa emoción. Al final de este relato explicaré sobre esto; por favor, te ruego un poco de paciencia.

Fue lindo lo de las trufas. ¿Cómo llegó a haber una plantación de trufas allí? Es una historia muy entretenida. Hace muchos años, unos amigos extranjeros habían venido a visitarme; nuestra ciudad era una de las escalas en un extenso viaje de negocios con breves detenciones. Estaban aún un poco agitados esa tarde, bajando en inquietas mascadas bocados de morcillas asadas a la parrilla con trozos de sabroso pan campestre recién horneado, todo remojado con generosos tragos de un estupendo vino que yo había considerado adecuado para reponernos después de las emocionantes actividades náuticas. Sí, esa misma mañana, yo les había traído en mi coche a visitar por el día la laguna, con la promesa de un lindo paseo en mi pequeño bote a vela, también de bañarse en las tibias aguas ―aún muy abundantes―; discúlpame si este comentario te irrita. Mientras iba poco a poco oscureciendo y seguíamos comiendo y bebiendo entre profusas risotadas, sentados frente a una maravillosa visual hacia la laguna y los frondosos cerros ―que eran míos entonces y que ahora son solo un triste y seco pedregal tuyo―, comentaron que el panorama les traía a su memoria los lugares en su patria donde se cultivan trufas.

Los viajeros llegaron sanos y salvos de regreso a su hotel, donde se despidieron de mí. Unos meses después, cuando yo les visité, estos amigos me hicieron entrega de un hermoso obsequio: un frasco de vidrio sellado que contenía esporas de trufas.
¿Te queda claro ahora el asunto de las trufas? Las cultivé por muchos años, pero el día en que nos conocimos ya no quedaba, creo yo, casi ninguna. Te prometí, más arriba en este escrito, comentarte algo que sucedió cuando yo estaba cosechándolas; cavando de rodillas en la tierra oscura y húmeda al pie del tronco de uno de los robles, noté que había unos trozos de macetas de arcilla, de esas toscas que se usan en los hogares para poner alguna plantita decorativa. ¿A quién se le ocurriría colocar una maceta bajo un árbol? Pero una observación más detallada me hizo cambiar de opinión; recogí cuantos trozos pude y los envolví con mucho cuidado, para transportarlos, con las trufas, de regreso a la ciudad.

Al día siguiente, se los depositaba encima del escritorio a la experta arqueóloga del Consejo de Monumentos Nacionales, que es la institución estatal que se preocupa de estas cosas. Le bastaron solo algunos momentos de cuidadosa inspección para dictaminar que, sin lugar a dudas, los trozos eran parte de arcaicos cántaros funerarios, que son muy raros de encontrar, ya que se ubican solo en los lugares que unos muy antiguos habitantes de nuestro territorio destinaban a cementerios. Por supuesto, cuando esta dama me consultó dónde había encontrado estos fragmentos, respondí con palabras muy vagas. Algo molesta, ella me advirtió, con frases que me parecieron algo amenazantes, que los terrenos donde se encuentran estas reliquias son de inmediato expropiados por el gobierno. ¿Entiendes ahora mi comentario, lo que mencioné aquí sobre estar dispuesto a vender el terreno a un valor considerablemente inferior al precio que indiqué en el aviso, el que coloqué de inmediato después de enterarme de estas interesantes novedades?

Ahora que ya hemos finiquitado en su totalidad las solemnidades comerciales del trato que tuvimos entre tú y yo, debo rectificar un leve error en algo que consigné antes en este relato. Debido al arrebato y desagrado que me produjo tu insolente comentario al finalizar nuestra transacción, te llamé grandísimo villano. Pues bien, en realidad, debo reconocerlo: lo somos ambos. En estos días, esta vez con todas las copias de los planos de ubicación de mi antiguo terreno ―que es tuyo ahora―, iré a conversar de nuevo con los arqueólogos del Consejo de Monumentos Nacionales.

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