La Cofradía del Aire

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La Cofradía del Aire

Por: Regiomonte

«Los despegues son opcionales,
los aterrizajes son obligatorios»
.
Dicho de aviadores.

Vivo en un edificio muy tranquilo. La paz y mi buen dormir se esfumaron cuando alguien se mudó al piso que está justo por encima del mío. La situación era muy extraña; sin regularidad ni pauta de ninguna especie, algunas de mis noches comenzaron a transformarse en un infierno. Todo era perfecto, completamente silencioso, por dos, quizás tres días. Ya estaba bastante hastiado de la rutina de fiestas en otros lugares donde había residido; numerosas personas extrañas subiendo en los elevadores con sonoro jolgorio a tardías horas de la noche, y música estridente. Pero aquí, precisamente cuando estaba por quedarme dormido, sentía ahora sobre mi cabeza unos fortísimos taconeos constantes, feroces. ¿Sobre mi cabeza? El sentido común me indicaba que el recinto sobre mi alcoba en el piso de arriba debía ser, forzosamente, también una alcoba. Solamente taconeos. No se percibía música, ni los típicos alaridos habituales de contertulios borrachos.

Una noche, muy tarde ya, no soporté más. Salté irritado del lecho y me comuniqué por el telefonillo interno con la portería del edificio.

―¿Se mudó gente nueva arriba?

―Sí, el piloto.

―¿Cómo dice?

―Es piloto de aerolínea. El nuevo arrendatario.

―Se sienten unos taconeos infernales precisamente sobre mi cabeza. ¿Usted podría echarle una llamadita al señor piloto y pedir si pudiera suspender el taconeo?

Instantes después, cesó el taconeo. Pero nuevamente suena el telefonillo.

―El señor piloto consulta si puede bajar, para pedirle disculpas y entregarle algo.

―¿Dijo qué?

―No.

―De acuerdo. Que me conceda unos minutos para ponerme algo de ropa.

Momentos más tarde, golpearon a mi puerta. Abrí de mala gana, controlando a duras penas mi exasperación. Pude apreciar un individuo alto, como de mi misma edad, de muy buena presencia; las sienes algo canosas, descalzo, enfundado solamente en una de esas batas blancas de baño, como las que le dejan a uno en las habitaciones de hoteles de categoría. A sus flancos, dos mujeres jóvenes de impactante hermosura y rutilantes sonrisas; noté que ambas calzaban zapatos de exagerados tacones.

―Esto es para usted, con mis sinceras disculpas―dijo el tipo y me extendió una botella de carísimo whisky―, si le parece bien, podríamos compartir unos momentos―ahora me saca de las manos la botella entregada solamente instantes antes―. ¿Dónde tiene los vasos? Sin esperar respuesta se introdujo en mi cocina. Las mujeres se instalaron en el sofá. El individuo regresó y se acomodó entre las mujeres, a plena pierna separada; la totalidad de sus partes pudendas descansaron sobre el fino tapiz de mi sofá, mientras escanciaba con admirable precisión el licor.

―Así que usted es piloto…―Intenté algo de conversación.

―Sí―respondió, repartiendo los vasos―, hagamos un brindis. Más vale tanque lleno que velorio pleno. ¡Salud! Es mejor estar abajo deseando estar arriba, que arriba deseando estar abajo.

―Agradezco mucho la amabilidad de su rápida visita, sus disculpas y su gentil obsequio. ¿Imagino que los taconeos son el efecto de algún baile de estas damas?

―Bueno, sí, es un baile especial―respondió entre rápidos guiños de un ojo―, ellas «bailan» para mí. Más vale pájaro en mano que en la turbina.

―Perdone mi atrevimiento―me atreví a hablar―, ¿esto de los taconeos es una especie de rutina para usted?

―La verdad, es solamente un modesto desahogo privado. Cualquiera tiene derecho a sus pequeños gustos, ¿no es cierto? En el aire, estamos casi siempre exhaustos. Nuestras reglas nos obligan a veces a trabajar hasta quince o veinte horas seguidas. Es mucho más tiempo del permitido a un conductor de un ómnibus o un camión de carga. Trabajamos muy nerviosos; estoy constantemente presionado para acarrear menos combustible del que me hace sentir cómodo. Las aerolíneas siempre buscan el ahorro y, obviamente, se quema más combustible por el solo hecho de transportar más que el necesario. Si uno se encuentra con tormentas eléctricas o retrasos de otro tipo como, por ejemplo, que nos obliguen, por el tráfico de otras aeronaves, a tomar una ruta algo más larga, o quizás el aeropuerto de destino está cubierto con demasiada nubosidad, haciendo peligroso el aterrizaje, puede que tengamos que ir a un aeropuerto alternativo. No es muy común, pero sucede. ¿Rellenamos los vasitos? El que no corre vuela, y el que no vuela, ¡lo corren!

―¿Estas señoritas le acompañan siempre en sus desahogos privados?

―¿Ellas? No. Las conocí recién en el aeropuerto.

―Entiendo. Se me ocurre una pregunta. Si yo consiguiera un atuendo de piloto y me fuera a sentar en el vestíbulo de algún hotel, ¿le parece que alguna dama podría interesarse?

―¿Interesarse?―Reiteró en forma vehemente―, ¿interesarse? Se le lanzarán encima. Matemos la botella, compadre. ¡Salud! Velocidad y altura, conservas la dentadura…

―¿Usted me indicaría dónde conseguir todos los accesorios? El uniforme, la gorra. Ese maletín grande que usan todos ustedes…

―Con mucho agrado. Mañana le dejo en portería una lista. Señoritas―dijo dirigiéndose a las mujeres―, nos vamos. Sigamos arriba lo que hacíamos antes, pero sin taconeo. Gracias, colega, buenas noches.

Cumplió; dejó la lista para mí en portería. Un par de días después yo había reunido todo. Con esmero, me rasuré y me vestí; me encasqueté la gorra, tomé el maletín. En el puestito de periódicos de la esquina compré una revista extranjera reciente; pensé que sería un lindo efecto internacional. Hice detenerse un taxi y ordené al conductor llevarme a un lujoso hotel de nuestra ciudad. Entré, ubiqué un cómodo asiento con buena perspectiva y me senté, maletín entre las piernas, en una semblanza de estar leyendo la revista. No pasaron más que unos breves momentos cuando escuché una voz ronca que preguntaba:

―¿Qué material vuelas?

Era un piloto, un tremendo hombrón de enormes manos, rubicundas facciones y amarillentas canas apareciendo bajo su gorra levemente ladeada. No supe qué responder; muy confundido comencé a erguirme del asiento balbuceando algo como:

―Disculpe, me vienen a buscar…

―Siéntate. Yo soy lo que estás buscando. También ando disfrazado.

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