El Jardín de las Mariposas

Inicio / Dramáticos / El Jardín de las Mariposas

El Jardín de las Mariposas

Por: D.S.G.

Francisca Acevedo tenía un solo amor: su hijo Braulio.

El niño era mofletudo, rollizo, muy blanco, con unos ojos verdes que, de tanta tristeza, se veían grises. Tenía un pavor constante impregnado en el rostro.

Francisca estaba unida en matrimonio con un hombre muy querido en el barrio; trabajador y honrado a los ojos del pueblo, pero todo era diferente tras las paredes de su “hogar”.

Las jornadas sin el esposo en casa avanzaban con una armonía perfecta, pero cuando él bebía algunas copas en el bar y volvía borracho, los mataba a golpes; a ella y al pequeño Braulio.

Si le alcanzaban el valor y las fuerzas, la mujer se paraba delante de su hijo y ella respondía a los puñetazos y a los puntapiés en el estómago, en los senos, en la cara, en todo su cuerpo, en toda su alma. Pero no siempre lo lograba y el niño también era víctima de la fuerza de aquel huracán.

Los espasmos posteriores eran incontrolables. A Francisca le temblaba cada fragmento de su vida.

¿Dolor o miedo?

Quizá ambos.

El pequeño corría y se refugiaba en el jardín del patio contiguo. Tapaba sus oídos para no escuchar los alaridos de la bestia.

Cierto día, se encontraba llorando bajo el rosedal, con la cabeza hundida entre las rodillas y una extraña mariposa blanca revoloteó unos segundos sobre su cabeza. Se posó en la palma de su mano. Parecía observarlo, apiadarse de su nostalgia. Braulio temía a todo lo que le rodeaba, así que trató de relegar a la exótica mariposa, pero cuando logró apartarla, vio que en su mano aparecieron unos diminutos puntos de sangre.

Una rara sensación invadió su cuerpo. El gordito se sintió mareado. Era como si el lepidóptero hubiese entrado en sinergia con el niño a través de algún mecanismo de conexión existente en sus patitas velludas.

Luego, al observar la mariposa aleteando vigorosamente sobre su cabeza, su asombro fue aún mayor cuando descubrió que en sus alas blancas, se vislumbraban dos manchas rojas.

Poco a poco, día a día, semana a semana, el jardín se fue colmando de mariposas blancas que lo seguían y jugaban con él. En cierto modo, el niño regordete y triste encontró consuelo en aquellos animalitos que le regalaban su amistad.

Mientras tanto, su madre trataba de comprimir la angustia encerrada en la cocina. Apenas podía caminar, a veces vomitaba sangre en el baño. Los moretones abarcaban todo su rostro y ya no salía a la calle por temor a que algún vecino la viera y denunciara la agresión de su marido. Sabía que si alguien se enteraba, la revancha de su esposo sería aún más dolorosa.

Francisca era fuerte y podía soportar los golpes, los insultos, pero en ese momento, lo que más le preocupaba, era el cambio repentino en la actitud del pequeño.

Con el correr de los días el rostro rechoncho, inocente y temeroso de Braulio había empezado a mutar a una especie de muerto vivo, casi cadavérico. Sus ojos se volvieron negros y revelaban una rabia monstruosa. Enflaquecido y callado deambulaba por la casa, siempre perseguido por un tropel de mariposas albas y unas pocas cuyas alas se hacían cada vez más rojas. Hablaba con ellas y cuando Francisca aparecía, él enmudecía.

La madre comenzó a sentir miedo y cuando quiso hablarle, preguntarle qué le ocurría, éste le respondió con un alarido grave y un delirante aleteo de brazos.

¿Qué más podía suceder en su penosa vida?

Una noche de primavera, el padre fue despedido de su trabajo por presentarse ebrio y se reanimó en una nueva jornada de whisky. Al llegar a la casa, abrió la puerta de una patada y se encontró con el rostro aterrado de su esposa.

El hombre la empujó contra la pared. Ella se golpeó la cabeza y cayó desmayada.

Aún tenía cólera por descargar, así que tomó al niño de los cabellos y lo llevó a su habitación. Estaba tan flaco que el esfuerzo fue mínimo. Braulio sólo sonrió con una mueca brutal y se dejó llevar al infierno.

El hombre trancó la puerta con llave y comenzó la masacre…Los gritos de dolor se escucharon estentóreos en todo el barrio.

Cuando llegaron los policías, encontraron el esqueleto del padre en el dormitorio. No quedó un solo vestigio de su piel, su carne o su sangre.

El suelo estaba completamente despejado.

Nunca se supo del paradero de Francisca Acevedo y su hijo; escaparon esa misma noche hacia la paz que merecían.

La causa de la muerte del esposo aún resulta desconocida, pero lo que seguramente más extrañó a los agentes; fue la plétora incontable de mariposas rojas revoloteando en aquella habitación.

Dejar un comentario

Your email address will not be published.

Información básica sobre protección de datos Ver más

  • Responsable El titular del sitio.
  • Finalidad Moderar los comentarios. Responder las consultas.
  • Legitimación Su consentimiento.
  • Destinatarios .
  • Derechos Acceder, rectificar y suprimir los datos.
  • Información Adicional Puede consultar la información detallada en la Política de Privacidad.

Esta web utiliza cookies, puede ver aquí la Política de Cookies