Por: D.R.P.
En los peores momentos de una pandemia global, el conjunto de la población, atrapada durante días en sus casas, pegaba la mirada al televisor esperando escuchar una combinación de palabras que suscitasen la esperanza en su corazón. Absolutamente nadie en la faz de la tierra reparó en los destellos que se aproximaban a la atmósfera terrestre.
Avanzando a una velocidad imposible de imaginar para un humano, la nave Divoc K-33 ya vislumbraba la Tierra como si ésta fuera del tamaño de una canica. El comandante en jefe Kheele serpenteaba hasta la sala de descanso, donde sus subalternos aguardaban las instrucciones finales.
Kheele, igual que sus subordinados Morb y Voogd, provienen de un planeta lejano. Sus habitantes tienen el aspecto de serpientes de unos tres metros de longitud, con el abdomen ocre, la espalda azul, y unos tentáculos a los lados que utilizan solo en situaciones de extrema urgencia, como realizar un aterrizaje forzoso o rascarse las escamas los unos a los otros. Sin
distracciones como los deportes o el arte, en su planeta se ha desarrollado de un modo compulsivo el afán por reunir todos los conocimientos científicos. Esto les llevó, tras una asamblea multitudinaria, a la conclusión de que se encontraban en la obligación de compartir esos conocimientos.
Kheele se dirigió bajo la atenta mirada de sus subordinados al panel central de la sala donde, en letra grande y clara, estaban escritos sus destinos y los problemas a solucionar. Diez planetas figuraban en ese listado, de los cuales nueve ya habían sido visitados y convenientemente convenientemente tachados de la lista. Solo unas palabras se podían leer aún, y decían:
«Planeta Tierra: Calentamiento global.»
Kheele alzó la cola, al final de la cual asomaba una escama afilada y, con un barrido enérgico, dibujó una línea recta, tachando las letras. Los otros dos azotaron con fuerza el suelo con sus colas a modo de aplauso. Entonces Kheele se irguió, les hizo callar y tras unos segundos de silencio, dijo:
—Hemos hecho un largo viaje. Claro que hemos cometido algunos errores, algunos fallos de cálculo. Algunas cosas se podrían haber hecho mejor. No estoy mirando a nadie, aunque evidentemente me refiero a ti, Morb. No, no agaches la cabeza, pues todo eso ya queda atrás. Se nos encargó solucionar los problemas de diez planetas —dijo, señalando el panel con la cola —, y después de éste podremos volver al nuestro, dando por concluido nuestro destierro.
Los tres bajaron la mirada al suelo y volvieron a azotar el suelo, esta vez con menos fuerza.
—Honestamente —continuó—, no podría haber contado con nadie que nos guiase siempre por las rutas más cortas y eficientes —dijo, refiriéndose a Morb —. Y tampoco tendríamos éxito en nuestra empresa sin la recopilación de datos tan extensa de Voogd.
—Por fin veremos de nuevo a los nuestros —dijo, Voogd, con su deje melancólico característico.
Procedieron a enroscarse en sus trajes, especialmente preparados para las condiciones terráqueas. Con el comandante en jefe al volante, atravesaron la atmósfera y descendieron desde el cielo en su nave ovalada. A falta de pasatiempos, les divertía aterrizar sus naves tratando de levantar la menor cantidad de polvo posible, algo en lo que Kheele era todo un maestro. La nave
tocó el suelo de la Tierra con suavidad y la puerta de titanio cayó. De ella reptaron los tres formando un triángulo con Kheele liderando la marcha. Avanzó unos metros y levantó la cabeza con una sonrisa triunfal y los ojos cerrados al tiempo que extendía los tentáculos como las águilas despliegan sus alas. El silencio era absoluto. Al principio pensó que la Tierra, un planeta joven, no había conocido ninguna inteligencia extraterrestre, por lo que su pasmo estaba justificado. Entonces abrió los ojos y comprobó que uno de sus temores estaba justificado: allí no había nadie. Se volvió hacia Morb, que le dirigía una mirada atónita.
—¿Dónde estamos?
—En la Tierra, estoy seguro de ello —dijo Morb.
—También estabas seguro de que estábamos atrapados en una rotonda espacial, cuando en realidad dábamos vueltas en los anillos de Saturno.
—Si me permite, comandante —dijo Voogd—, este planeta es, en efecto, la Tierra. Llevo el equivalente a cincuenta años humanos estudiando su comportamiento y, el último día de cada semana, a estas horas, se congregan aquí, en este lugar que ellos llaman «Santiago Bernabéu».
—Dime una cosa, Voogd. ¿Los humanos son invisibles? ¿O son tan pequeños como mis escamas?
Los subordinados agacharon sus cabezas, negando. Kheele decidió que lo mejor sería volver a la nave y volar a baja altura hasta dar con señales de vida. Recorrieron kilómetros, pero nunca se toparon con otra forma de vida. Como mucho, algunos pájaros chocaron con la nave y tuvieron que ser quitados con el limpiaparabrisas.
—Ya sé lo que sucede —dijo Kheele —. Me temo que hemos llegado demasiado tarde. El cambio climático ha terminado con el planeta. ¡Qué pena, la solución es tan sencilla!
Los tres asintieron con la mirada puesta en una cajita de unos veinte centímetros cúbicos que reposaba en una esquina. Empezaron la elaboración del informe respecto al planeta Tierra cuando emprendieron el camino a casa, donde sus errores serían perdonados de una vez por todas. Y, como vinieron, se fueron, con un par de destellos parpadeantes en el cielo.
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