Una Pluma Infernal

Por: Xan del Ferre

Un puñado de colegas fundamos hace años un grupo de exploración de lugares abandonados. Visitamos toda clase de edificios vacíos, ya sean fábricas, palacetes, locales de ocio, iglesias o simples viviendas obreras. Esta ciudad enlazó varias crisis económicas en las décadas de 1980, 1990 y 2000, por eso disponemos de una gran reserva de sitios para explorar.

Tras cada excursión, subimos las fotos al perfil de Instagram denominado “Sound of silence”, nombre que, por cierto, no me gusta nada, pero lo escogimos por la cabezonería de Poro, fundador y presidente de facto de esta asociación. Dice que lo copió del título de una canción que le gusta mucho a su viejo y pega bien con el ambiente de los edificios objeto de nuestras actividades.

La última aventura fue hace seis meses. Poro, Fredy y Franko tenían localizado un chalet en la carretera que sube desde la playa a la ermita del acantilado. La construcción databa de los cincuenta o sesenta y en los últimos tiempos habitaba allí un señor bastante mayor, aunque de tez morena y aspecto atlético.

La noche programada para la visita, nos encontramos en la sidrería de costumbre y pasadas las doce nos dirigimos al objetivo con nuestras ropas oscuras, los pasamontañas, las mochilas y unas potentes luces frontales.

Superamos el cierre exterior sin dificultad, pero la maleza del asilvestrado jardín nos complicó bastante el camino. La puerta del chalet no abría y como no solemos forzar cerraduras, buscamos un acceso alternativo. En seguida localizamos una ventanilla medio abierta sobre el tejadillo del portal y trepamos hacia ella por uno de los pilares. Accedimos a un baño con bastantes objetos, como toallas sucias, botes vacíos, etc., dispersados por el suelo, lo que nos indicaba que probablemente alguien había entrado antes. Atravesando un pasillo negro como una bocamina, llegamos a un gran hall diáfano que abarcaba las dos plantas de la casa. Al borde de la escalera que descendía a la entrada principal, y a nuestra derecha, vimos una puerta entreabierta. Al empujarla se abrió con un chirrido que nos removió todas las tripas. Encontramos una sala con una estantería repleta de libros y un sólido escritorio delante. Mis compañeros se entretuvieron allí un buen rato mientras yo curioseaba en los cajones del mueble. Entre facturas antiguas, libros contables y sobres rotulados con elegante caligrafía, encontré un estuche alargado de metal negro. Al abrir la tapa apareció una espléndida pluma estilográfica.

–¡Ey! –Llamé a mis colegas– Mirad esto, debe valer una pasta…

–¡Hostia, tronco! Parece de las buenas. Déjame ver, que mi viejo tiene varias de estas… A ver… –respondió Poro, sujetando el instrumento mientras enfocaba la luz.

Tras un examen cuidadoso, concluyó que la pluma era buena y probablemente bastante antigua. A pesar del desgaste, en el plumín aún podíamos leer unas letras, Be y Deu, y debajo una F. Asimismo, en el cuerpo de la estilográfica se apreciaba un texto, aunque éste no lo pudimos descifrar en aquel momento, porque la frase estaba casi borrada.

Fredy y Franko continuaban enfrascados en los libros

–Hay muchos en alemán, no entiendo una mierda –dijo el primero de ellos.

–Mira, éste es del 1855 y tiene textos en inglés. Parece un manual de enseñanza, le puede venir bien a mi sobrina, me lo voy a pillar –contestó Franko.

–No me jodáis, –intervine en un tono algo molesto– nunca nos llevamos nada de los sitios que visitamos, eso va contra la costumbre.

–Pues esta pluma la voy a regalar a mi viejo, verás lo contento que se pone –respondió un desafiante Poro– y si Franko coge un libro para la chiquilla, no tengo nada que objetar.

–Total, si dejamos esto aquí, se perderá como el resto, o alguien lo encontrará y se lo llevará, hay bastantes trastos en la casa para que nadie vaya a protestar por la falta de dos cosas –concluyó Fredy.

Exploramos el resto de la vivienda hasta casi el amanecer. Poco más había de interés, después de lo visto: tres habitaciones con unos somieres desnudos y las colchas y sábanas cuidadosamente dobladas y apiladas en los armarios; un baño auxiliar e igual de desordenado que aquel por el que accedimos al chalet; un salón con muebles anticuados, ocultos bajo polvorientos paños. En algunas paredes empapeladas se advertían las marcas de grandes cuadros desaparecidos. En la amplia cocina se deterioraban unos tristes electrodomésticos de la marca AEG, pero no había rastro de cubiertos o vajillas.

–Parece que alguien encontró la cubertería de plata –bromeó Franko.

El grifo manchado de cal dibujaba un inquietante perfil de palo de horca.

La última estancia era un garaje anexo al edificio que nos deparó la mayor sorpresa de la noche: un flamante auto de la década de 1930, hermoso a pesar de sus neumáticos desinflados y la gruesa capa de polvo en la carrocería y los asientos.

–¡Hostia tíos! –exclamó Fredy, el obseso de los motores– ¡Es el primer Volkswagen que salió al mercado! ¡Vaya puta pasada!

–La putada es que no te lo puedes llevar –contesté con malicia.

Nuestro amigo admiró, manoseó, olfateó cada centímetro del vehículo, se sentó al volante, acarició la palanca de cambio y el salpicadero llorando de la emoción.

–Como me llamo Alfredo que vuelvo a por él y me lo llevo, traigo una grúa y una góndola y este se viene conmigo. Es una aberración dejar que se pudra una maravilla así en un agujero inmundo.

–Allá tú, –repliqué– lo del libro y la pluma, pase, pero robar un coche me parece excesivo.

Abandonamos el caserón abriendo desde dentro la puerta principal, no sin antes fijarnos en un retrato colgado sobre la puerta: un joven vestido con uniforme del ejército alemán de la II Guerra Mundial nos miraba desafiante.

–¡Joder! Igual el viejo hijo de puta era un nazi de los gordos –exclamó Franko entre risitas.

–Me da igual, –contestó Poro– ya hemos echado bastante tiempo en este sitio y me causa un poco de mal rollo.

Como ya dije al principio, a partir de aquí no volvimos a quedar porque ocurrieron varios acontecimientos inquietantes que pusieron la puntilla al grupo.

Primero fue lo de Freddy. Obsesionado por el Volkswagen, convenció a un amigo mecánico para que le acompañase al chalet con una grúa y un remolque.

Sin embargo, el coche jamás salió del garaje. Mientras el acompañante acercaba su vehículo al portón, nuestro colega tuvo la tentación de respirar una vez más el inconfundible aroma del pasado dentro del Volkswagen. Pero, al manipular la palanca de cambio, o pisar los pedales, esto jamás se supo, accionó un mecanismo oculto que cerró herméticamente las puertas y llenó el habitáculo de un gas desconocido procedente de un depósito oculto en el maletero, según descubrió la Policía. El desgraciado Freddy murió asfixiado dentro del coche de sus sueños, sin que el mecánico, absorto en su maniobra y debido al ruido del motor, escuchara los gritos de auxilio.

Poco después, la sobrina de Franko, que había recibido muy ilusionada el valioso manual de inglés encontrado en la casa, sufrió un brusco cambio de carácter a medida que se enfrascaba en la lectura, se aisló de la familia y de sus amistades y una mañana apareció muerta sobre la acera, a los pies de la ventana de su dormitorio en el quinto piso.

Creyéndose culpable de esta tragedia, Franko desapareció del mapa. Literalmente, se esfumó sin que nadie haya recibido noticias suyas o haya podido contactar con él.

Por último, al poco de recibir la estilográfica y restaurarla cuidadosamente, el padre de Poro enfermó y murió. Su hijo aborreció el objeto y por quitarlo de en medio me la entregó a mí, junto con una tarjeta en la que había escrito la traducción de los textos escritos en la carcasa de la pluma:

Be. Berlín.
Deu. Deutschland.

An den treuen Hans seines bedingungslosen Freundes A. Hitler. Möge alles Böse den Feinden Deutschlands widerfahren.

Al fiel Hans de su amigo incondicional A. Hitler. Que todo el mal caiga sobre los enemigos de Alemania.

Creo que mis amigos se confundieron al apropiarse de cosas ajenas de aquella casa maldita. Ahora lo único que ruego encarecidamente a quien encuentre mi cadáver sobre estos papeles, es que se abstenga de conservar esta estilográfica y la devuelva inmediatamente a su lugar de origen, o si esto fuera inviable, que la destruya lo más pronto que pueda.

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