Media, Mediana y Moda

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Media, Mediana y Moda

Por: G.F.S.

Tendría yo unos trece años, pero muy pueriles e ignorantes. Tanto, que no sabía nada de los pormenores de la reproducción ni, menos aún, de las mañas y laberintos de Venus.

En el colegio católico, la profesora de Matemáticas nos impuso unos deberes “prácticos”, que entonces significaban al aire libre, sobre la media, la mediana y la moda. Una manumisión del aula. Otra compañera, Dorita, más resabiada que yo, me escogió como ayudante y así nos lanzamos a la infinita ciudad.

—Conozco un sitio.

Y la seguí. No estábamos lejos del hogar de mis padres, en unos callejones que se veían desde nuestro patio. Había otras tiendas, pobres y mínimas, que se dirían cerradas.

—No hay nadie por aquí.

—Siéntate — Y tal es la sumisión a la jerarquía en la adolescencia, que me acomodé en un peldaño. Tras obedecer, leí el nombre del establecimiento: “Casa Rosy”.

—¿Es un hostal? —pregunté. Unas macetas de geranios embellecían las balconadas. Aunque ningún cartel indicaba el propósito de aquel edificio.

—Algo así. Vamos a contar quién entra y sale, cuánto rato se queda en el interior, cuántos paisanos aparecen. Lo que se nos ocurra. ¡Qué chic!

Era su muletilla, ya monótona, que la identificaba. Se introdujo un señor con palillos entre los labios. A continuación, dos más. Entonces exclamé, con aire triunfante:

—Van a ser todos varones.

—Mal pensamiento científico. Hay que tomar una muestra suficiente. Tamaño. La amplitud de la serie es lo que importa.

Un mirlo cantaba, ajeno a tales conjeturas, embebido en su arte. Se acercaron al portón dos mujeres, vestidas con colores chillones, de voces como sirenas de barco. Qué estridor. Picaron la aldaba y una sombra abrió los batientes.

—Hay que ponderar. Dos mujeres. ¡Qué chic! Te lo dije.

Después accedió la siguiente damita. Ya las risotadas se oían desde fuera. Y luego llegaron los gritos, suspiros, golpes. Otra vez gemidos y lamentos.

—¡Vaya gente vulgar y escandalosa! Despertarán a los que duermen la siesta.

Dorita se burló de mis apreciaciones y candidez. Una íntima exasperación me iba consumiendo.

—¿Qué pasa? ¿Crees que soy idiota? ¿Solo porque tienes un año más?

Al cabo de un poco, un hombre apareció en al balcón, bramando:

—Este no es lugar para niñas. A la escuela las dos. ¡Y con los uniformes del convento, para más inri!

Pero mi condiscípula, que no temía a nada, se enfrentó sin demora:

—El mundo es libre. Y si se siente culpable, vuélvase usted por dónde ha venido. Su mujer le estará esperando. ¡Qué chic! Vaya bribón. Dé ejemplo a la juventud.

Me dejó estupefacta. ¿Cómo se dirigía así a un adulto? Y ¿Qué sabía ella de la esposa? ¿A qué se refería con el ejemplo?

—¡Es capaz de bajar y darnos una bofetada! Desaparezcamos de una vez.

—¡Al contrario! —rebatió la sabia Dorita—. Enseguida se irá.

Efectivamente. Aquel gorila salió y, dando un portazo, desapareció de nuestra vista.

—Te avisé. Sigamos.

VVV MMM. Apunté en mi cuaderno. La media no era ni hombre ni mujer. Reí. Igual me sucedía con la mediana y con la moda.

—Deberíamos buscar otros asuntos.

—Volveremos. Huy, qué buena idea. Vamos a usar los minutos de estancia en esta fonducha, no el género de los visitantes.

—¿Y si hay fiesta toda la noche?

—Qué tontita eres. Yo no te voy a explicar lo esencial de la vida. Chic, chic. Para eso están papá y mamá. ¡Arriba y andando!

La ira se agazapó en el estómago y a duras penas me contuve. Llorar hubiese sido la humillación máxima. Las mejillas ardían. Regresamos con aparataje. Mi hermano mayor había prestado su cronómetro a cambio de algún favor. Aquel trueque nos hizo más sensatas, facilitando las operaciones. La media era de 19,5 minutos. Solo un señor se quedó cinco.

—El recadero. Porque no ha podido ni desabrocharse.

El hombre que más permaneció en el inmueble estuvo cinco horas.

—Este es el chulo y duerme aquí. Luego volverá para la colecta.

Traté de disimularlo, pero la admiración creciente que sentía por Dorita me incomodaba. No conocía más que vaguedades y requerir fue imposible.

—¿Es que no sabes cómo se fabrican los niños?

—Sí— repuse—. En el hogar cristiano. Quiero decir, con el uso matrimonial.

No sabía qué estaba diciendo. Ella se reía nerviosamente. Alguien conectó música en el interior de la casa, una tonadilla de moda y, por los ruidos, se disponían a quitar los sofás para danzar.

—Estarán bailando. Hoy toca jarana.

—¡Qué tontería! Así ahogan los gemidos. ¡Dices cada cosa!

Me enfurecí y, al fin, pedí explicaciones. Ella no dudó, lo estaba deseando.

—Ahí hacen cosas de mayores y es por dinero. Unos encima de otros.

Me horrorizó la descripción de Dorita. Un escalofrío febril vino a atacarme.

—¿A qué esperamos para irnos? Hemos zanjado los deberes.

La monja nos dio la enhorabuena. La presentación resultaba impecable, de las cifras no andaba yo muy segura. Ahora creo que ella tampoco. Tenía la amabilidad de aprobar en masa, por lo que devino muy popular. Preguntó en qué nos habíamos basado.

—En los transeúntes que iban a una cafetería, madre. Y en el tiempo que tardaron en dar buena cuenta de su desayuno.

—Aguardaba tu “Chic”, Dorita.

—Ah, madre, es que ya he crecido. ¿No es evidente?

Y nos fuimos al patio. El grosellero pugnaba por elevarnos con sus uñas de madera. Mi condiscípula gritaba: “Chic, chic, chic”. Daba saltos como un muelle.

Cuando, algo mayor y más que comprendiendo los misterios de la vida, pasaba junto a aquella casucha ruinosa, no podía por menos que sonreírme. Después, el edificio fue demolido y me dio un tirón la nostalgia. Dorita había abandonado el colegio. No la vi más.

Hoy es un café famoso y bellamente amueblado, en el que entran y salen muchas personas, e ingieren su comanda en cinco, diez, veinte minutos. Y, entonces, ¡ay! Sin querer, me siento en la calzada de enfrente, y cronometro su espontánea coreografía, calculando la media, la mediana y la moda.

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