Vecinos

Vecinos

Por: Mardoqueo

NOCHE

Acabo de bajar la basura y una sensación de extraña melancolía me ha invadido al descubrir decorando el portal ese colorido arco iris que pintara algún niño o niña del vecindario durante el confinamiento. De eso hace ya varios meses, pero todavía está ahí, como recordándonos que esto todavía no ha acabado. Y me parece bien. Además, es un dibujo tierno que vale para cualquier situación, con su “todo saldrá bien” en letras grandes y esponjosas como nubes. Me recuerda a los mensajes de esas tazas para el desayuno con frases motivadoras. Un pequeño empujón para sobrellevar el día que nos aguarda tras la puerta nunca viene mal.

Pese a que solo iba a tirar la bolsa de basura, bueno, las bolsas pues me he acostumbrado a reciclar y tengo un cubo para los restos orgánicos, otro para los envases y otro para los cartones (los cristales los dejo en la encimera porque ya no dispongo de más contenedores, en una suerte de desfile de botellas que me recuerda que debo mesurar la bebida) como decía, pese a que iba a ser bajar y subir, no he olvidado la dichosa mascarilla como nos recuerda el cartelito del ascensor puesto por el presidente de la escalera. Es curioso que éste no lo hayan pintarrajeado como los que nos informan del día en que se va a encender la calefacción o cuando van a proceder a limpiar el garaje que amanecen llenos de caritas y otras partes del cuerpo menos agradables.

Con esto de la mascarilla ya no reconozco a la gente. Me pasa continuamente. Voy por la calle, me saluda un embozado y no acierto a saber quién es hasta pasado tres calles. Entonces sí, lo identifico, pero ya es demasiado tarde. Con los vecinos me pasa también, aunque la reacción llega antes, una o dos plantas a lo sumo. Y es una pena, porque después de nuestras citas diarias de las ocho de la tarde en los balcones, ya les siento más cercanos. Se les coge cariño, vaya.

Me viene ahora a la cabeza las vecinas de enfrente, tan elegantes ellas a la hora del aplauso, la una con su cardado caoba y la otra plateado, como se turnaban para ocupar la ventana con su alféizar adornado de geranios. Creo que solo habré intercambiado un par de frases con ellas como la vez aquella en la que se fue la tele y desde la ventana de la cocina preguntaron si era algo general o solo les sucedía a ellas.

—¡Aquí también se ha ido! —les grité iniciando así una ristra de respuestas que volaban por el patio interior como los calcetines rebeldes de mi tendedero.

Y ahora que lo pienso, llevo ya varias semanas sin verlas. Tampoco distingo luz en su piso. Igual han aprovechado el fin del confinamiento y han decidido irse a Benidorm, para sacudirse con el agua salada del Mediterráneo las horas muertas de la obligada clausura. El caso es que los geranios siguen tan bonitos como siempre. Igual le han dejado las llaves de casa a algún otro vecino para que se acerque a regar las macetas. Trato de recordar si en su buzón que linda con el mío, se amontonaba la correspondencia. Eso es un buen baremo para medir cuánto tiempo lleva alguien fuera. Otro medidor es si el felpudo está bien puesto o se encuentra enrollado y de pie apoyado junto a la pared, como lo deja la señora de la limpieza. Mañana sin falta revisaré ambas cosas.

MAÑANA

Pues el buzón está vacío y el felpudo en su sitio. Es posible que el vecino al que le han encargado que les cuidara las plantas, tal vez también tenga el encargo de recogerles las cartas. Tendré que preguntar por ellas a alguien de la escalera. Aunque es posible que no sepan nada. Creo que no salían mucho de casa. Tal vez confiaron el encargo de dar vuelta al piso a algún familiar, un sobrino quizá que, de tanto en tanto, venga para echar agua a los geranios y vaciar el buzón, sin olvidar colocar bien el felpudo. Pero por preguntar no pierdo nada. Cuando me cruce en el rellano con algún vecino, le diré como quien no quiere la cosa, no sea que piense que soy una metomentodo:

—Buenos días. ¿Sabe algo de las dos hermanas del tercero? (No todo va a ser conversar sobre el tiempo, que ya sabemos que anda loco)

No sé porque imaginé que eran hermanas. Tal vez sean pareja. Un amor oculto durante años cuando el país era en blanco y negro y ahora con los nuevos vientos de libertad, lo lucen con orgullo. Sí, creo que me quedaré con esta posibilidad. Y puestos a suponer, solo deseo que no haya caído enferma alguna de las dos, que ande ingresada y la otra le esté acompañando junto a la cama del hospital. Este maldito virus se está cebando con las personas mayores. Ojalá no sea el caso. También puede que hayan ido a alguna residencia bien por voluntad propia o por insistencia de ese sobrino que he imaginado con las llaves del buzón en una mano y la regadera en otra. Yo sí que estoy como una regadera pensando estas cosas.

¡Que narices! Para salir de dudas lo mejor es acercarme hasta su puerta y llamar. ¿Qué será lo mejor, timbrar o golpear con los nudillos? Para que no se asusten les diré a través de la puerta que soy yo, la vecina de al lado, que estaba preocupada porque no sabía de ellas. También puedo deslizarles una nota por debajo, como la vez aquella en la que les informé a los del cuarto que había recogido un paquete de Amazon a su nombre porque ellos no se encontraban en casa cuando vino el repartidor.

TARDE

Parece que escucho voces en el descansillo. Me descalzo para no hacer ruido, no sea que me descubran y me encaramo despacio a la mirilla. Distingo en la esfera de cristal a una pareja que entra en el piso de enfrente. Se sirven de las llaves así que deben ser familiares. Vaya, parece que el sobrino que existe solo en mi cabeza ha tomado cuerpo y tiene hasta una esposa. Pero ni rastro de las vecinas. Empiezo a abrigar la idea de que se trata de los nuevos inquilinos. ¿Habrán puesto las mujeres el piso en alquiler o en venta? Solo pido que sea porque han decidido establecerse definitivamente en Benidorm.

Desde la ventana de la cocina que da al patio interior descubro que los recién llegados tienen una niñita. ¡Espera! ¿Es eso un maullido? ¡Vaya! Traen consigo una mascota. Menos mal que dejé a Piolín, así se llama mi canario, en casa de mis padres cuando me vine a este piso. De lo contrario ya estaría diciendo con su alegre piar aquello de: ¡Me pareció ver un lindo gatito! ¡Es cierto, ¡Vi un lindo gatito! de los dibujos animados.

Pues al final son dos lindos gatitos, y no uno, los que veo ahora desde la ventana del salón, uno de pelaje anaranjado y el otro grisáceo. Y parece como si se estuviesen turnando para asomarse al cristal, alzando con elegancia la cabecita por encima de las macetas. Y no puedo evitar pensar en que, si ha sucedido lo que no quiero imaginar, tal vez mis entrañables abuelitas han encontrado la forma de permanecer juntas las dos, en su casa y con sus hermosos geranios.

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