Jardín de Infancia

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Jardín de Infancia

Por: Ángel Egea

La mano de mi madre me arrastra en dirección al jardín de infancia. No quiero ir, aunque no recuerdo porqué. Mi madre lo toma como un capricho de niño consentido, acostumbrado a que todos se plieguen a sus exigencias. Especialmente los abuelos y la
madre, la misma que me empuja ahora camino del jardín de infancia, con esa firmeza no exenta de dulzura con la que las madres dominan a sus hijos desobedientes.

La bruma marina ha borrado los márgenes y aristas de los edificios, que se me presentan como desconocidos, con extrañas siluetas amenazantes. La frialdad de la mañana impregna el ánimo de las personas con las que nos cruzamos, que siguen su camino sin darse cuenta de que intento pedirles ayuda mirándolos fijamente a los ojos. Ellos, absortos en sus problemas cotidianos, no reparan en una escena sin trascendencia, que esconde toda la desesperación que soy capaz de generar con mis tres años recién cumplidos.

En la distancia percibo a una madre con su hija. Puede ser mi oportunidad para evitar que vaya a la guardería esta mañana. Es una niña de mi edad, una cara redonda y blanca como una luna con dos manchas de color en las mejillas. Un abrigo rosa de lana y un gorro del mismo color atado por debajo de la barbilla y rematado con un pompón que le cae hacia atrás. Lleva leotardos blancos y katiuskas azules. Su madre ha confundido la niebla de la mañana con nubes de lluvia. Su carita aterida se gira hacia mí antes de que nos crucemos, y en ese momento la miro, intentando transmitirle que necesito ayuda porque corro un grave peligro. Perspicaz, como solo los niños lo son para con otros niños, la niña del pompón me mira y asustada abre mucho los ojos. Al cruzarnos nos detenemos los cuatro. Su madre y la mía se conocen, somos vecinos del mismo barrio, compramos en las mismas tiendas y tomamos idéntica línea de autobuses. Por suerte para la niña, no va al jardín de infancia, sino a una guardería más moderna, en una de las calles del ensanche.

Las madres se saludan con besos en las mejillas, sin soltarnos de la mano en ningún momento. Mi cara y la de la niña se encuentran ahora muy juntas, tanto que el vaho de nuestros alientos se confunde en una sola voluta de humo que desaparece en un instante.

La niña mira asustada e incrédula mi cara de terror. Tira de la mano de su madre para avisarle de que ocurre algo extraño, tratando de ayudarme de la única manera que conoce, con esa solidaridad que tienen los niños pequeños antes de que el egoísmo social les envenene. Su madre, molesta por los insistentes tirones de la mano de la niña, la reprende con la mirada, dando por finalizada la breve charla con mi madre. La niña permanece con su cabeza vuelta hacia mí, mirándome, mientras continúan su camino en dirección contraria a la nuestra.

Doblamos la esquina de la avenida, enfilando la calle bordeada de árboles repletos de gorriones chillando en sus interminables conversaciones de pájaros. Los miro con insistencia, solicitándoles su ayuda. En mi desesperación necesito pedir auxilio a cualquiera, ¿Por qué no a los gorriones? Desde las ramas de los árboles donde viven, saben todo lo que ocurre en las calles. Sus cabezas, que nunca están quietas, se detienen al comprender que necesito su protección. Con sus trinos me advierten que no vaya al jardín de infancia, mientras en sus ojillos negros se adivina la alarma. Toda la bandada de pajarillos chilla angustiada para avisar que allí mismo, en aquella misma calle hay un niño en peligro. Mi madre mira brevemente hacia los árboles, extrañada del escándalo de los gorriones, sin ni siquiera detener su marcha un instante. Arrastrado por la mano de mi madre continúo mi camino, mirando hacia atrás a los gorriones, que contemplan la escena desolados.

Los rayos del sol hacen su aparición, atravesando la niebla que retrocede y se retuerce en girones de impotencia. Su calor amarillea las hojas de los árboles y colorea los troncos blanquecinos, sin poder secar aún el suelo mojado de la calle jalonada de chalecitos. Uno de ellos lo utilizan sus dueños como jardín de infancia.

De repente, la penetrante fragancia del galán de noche me envuelve. Mi madre se detiene para aspirar el perfume de las diminutas flores blancas, que con sus vocecillas susurrantes me dicen que no acuda hoy al jardín de infancia. Las observo unos instantes, los suficientes como para que el saturante perfume pierda intensidad. Agradezco el aviso de las flores, consciente de que ellas no pueden hacer más que advertir de los peligros a quien quiera oírlas, sabedoras de que los adultos no las escucharán, ensimismados en la realidad de sus vidas sordas.

Estamos ya muy cerca. Hay que jugar mi última carta. Todo sea por evitarme otro día en el infierno. Me detengo, afirmándome en el suelo y negándome a continuar caminando. Al hacerlo provoco un brusco tirón de la mano de mi madre que se vuelve hacia mí con enfado. Cuando pregunta qué me ocurre, inicio una rabieta fuerte, con llantos y gritos, al tiempo que tiro de su mano tratando de escapar de la trampa mortal. Tras unos momentos de forcejeo, comprendo la inutilidad de mi lucha y cedo ante la obstinada voluntad de mi madre, que en ningún momento ha soltado mi mano para evitar que huyera corriendo por las calles.

Y continuamos la triste marcha de aquella mañana, resignado ya a mi suerte, al igual que el resto de los niños, que adivino arrastrados como yo a aquel horrible lugar. Miro la cara de mi madre y en silencio le pido que no me lleve esa mañana a esa casa siniestra. Ella, creyendo comprender lo que me pasa, me consuela con su mirada, acariciando mi cabeza. Eso sí, dándome claramente a entender que la decisión de acudir a la escuela está fuera de toda discusión.

De nada han servido los avisos de las flores y de los pájaros, ni mi lucha sorda pero encarnizada para no dejarme arrastrar a aquel lugar atroz. Los mayores hace mucho tiempo que ya no hablan el lenguaje de los niños, en realidad los mayores no hablan con los niños, no nos escuchan, creen que vivimos en un mundo de fantasía que nada tiene que ver con la realidad. Si escucharan, se sorprenderían de lo que podrían descubrir de sus propios hijos. Quizás eso es precisamente lo que les pasa, que tienen miedo de descubrir los monstruos a los que nos enfrentamos en nuestras pesadillas.

Estamos muy cerca del jardín de infancia. Se percibe algo extraño en el cada vez más cálido aire de aquella mañana final. Luces azules intermitentes destellan en la puerta del jardín de infancia, donde la policía lleva esposados a la siniestra pareja que lo regentaba. Aquella tarde, por fin a salvo, las voces de la televisión cuentan, ante la absorta mirada de mis padres, que la policía ha detenido a los propietarios de un jardín de infancia, donde sometían a los niños a extraños rituales para arrancarles el don de comunicarse con la naturaleza. Sin duda habían perdido el juicio y podían resultar peligrosos para los niños del jardín de infancia.

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