Margaritas Amarillas

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Margaritas Amarillas

Por: Sara Puente Gracia

Victoria contó a los suyos cientos de veces cómo había llegado a este mundo en un nefasto lunes 28 de julio de 1914 y de ahí le vino su nombre, en honor a aquel santo. Ese mismo día, lejos de aquellas apacibles tierras había comenzado la primera guerra mundial.

Su madre estaba ya salida de cuentas aquella mañana de Julio, cuando en el lavadero del pueblo, a la fresca de la temprana hora y recién salido el sol, sintió más fuertes los dolores del parto que ya le rondaban desde la noche anterior y rompió aguas allí mismo. Contrariada recogió con premura la colada y regreso sin terminarla, intentando no llamar la atención porque la situación le apuraba. Cargada como iba, no pudo entrar en casa y desde el zaguán de la puerta llamó de viva voz a su vecina para que la ayudara. Allí nació Victoria, en la misma puerta de su casa. En ella viviría también después de casada, y allí parió y crio cuatro hijos. Aquella vivienda de dos plantas y una falsa, con la fachada de piedra y dos balcones en las habitaciones principales que daban a la pequeña plazoleta de la iglesia, fue su morada hasta el día en que las aguas del pantano echaron a toda prisa a los vecinos fuera del pueblo, un jueves santo lleno de dolor, cargadas las humildes gentes con pocos enseres y una profunda pena que era lo que más pesaba.

Victoria fue feliz en su niñez, ayudó a su familia en las tareas del ganado, con el huerto y las tareas de la vivienda, arrimaba el hombro también a su padre a recoger madera con la que en las tardes hacían cucharas, tenedores y otros útiles de cocina sentados en la puerta de su casa para sacar unas perras extras, vendiéndolas a un comerciante que pasaba por allí un par de veces al año. Allí un vecino compañero de juegos de toda la vida, le robó el corazón en una noche de baile, bajo un manzano, a sus quince primaveras, y en la iglesia frente a su casa contrajo matrimonio a los 18 años. Allí bautizó, comulgó y casó a sus hijos, igual que habían hecho sus antepasados tiempo atrás. También en aquel pueblo habían nacido sus tres primeros nietos, antes que las forzadas aguas arrasaran con furia, como potros desbocados, locos y salvajes, pateando los campos, los sueños, ilusiones, la vida entera de aquella gente llorona en una noche sin luna ni confianza.

En aquel lugar quedaron enseres y campos, casas y aperos, huertos sembrados, pollos, conejos y cerdos en los corrales. No pudieron llevarse lo que tanto les costó conseguir, y lo lloraron todo en aquella noche de horror y miedo. Muchas más vendrían igual de negras para suspirar recuerdos, porque allá quedó la vajilla de su madre, el morral del abuelo Antón, el bastón de la tía Tomasa, la gaita del tío Pepín. Colgadas en las paredes, unas fotos de bodas. En los cajones: ajuares bordados con amor y su camisón de novia; el misal de nácar de las comuniones y los primeros cuadernos de sus hijos. Y el vestidito rosa que hizo para su nieta Pilar, y las castañuelas de boj del pequeño Miguel, y un carro de madera para llevar a los niños a dar una vuelta por la plazoleta. Todo fue pasto de las aguas que avanzaron llorosas y avergonzadas por saber el mal que hacían, pero sin poder negarse, doblegadas ante el feroz amo que manda. ¿Qué salvará la memoria? De allí llegaran recuerdos de besos bajo la parra y canciones a media voz, el placer de sus cuatro partos, el sonar bandurrias y rondas por fiesta mayor, tortas de anís o melocotón con vino. La partida de cartas tras la cena, y el porrón junto al botijo. Morados silencios de semana santa y luto por los que ya gastaron la vida.

Ni la guerra cruel y asesina entre hermanos y vecinos arrasó tanta vida en tres años como lo hicieron en una noche las aguas del pantano. Y se marchó la gente. Y atrás quedó la vida truncada. Como futuro, una existencia incierta, repudiada y detestable.

Cuarenta años pasaron callados para aquella mujer, hasta que en una noche de Enero, la vieja Victoria de arrugada piel y corazón cansado, con su moño canoso y una artrosis traicionera, con pocos dientes y algo de sordera, abatida durante todo el invierno por una gripe que la persiguió desembocando en neumonía, empezó a dar otras señales reflejo de que sus órganos vitales ya no le respondían. Llegó su hora de partir.

Durante todo el día tuvo desmedida agitación. Postrada en la cama no dejaba de moverse, sudorosa y febril, girando su cabeza a un lado y otro, agarrándose a las sábanas, la boca seca, la frente ardiente. No comió ni bebió en los últimos días. Postrada en su vieja cama parecía que con los ojos quisiera decir lo que musitaba con solo un hilo de voz; palabras del todo incomprensibles. Hijos y nietos, además del Don Fermín médico de familia que desaconsejó moverla de casa viendo su fin ya cercano y que nada podía hacerse, pasaron por la cabecera de su lecho. Todos se acercaban a ella apretando sus surcadas manos, adornados sus dedos con los anillos de casada y viuda, acariciando su cara con una cicatriz en la barbilla recuerdo de una caída en la niñez, besando su frente e intentando adivinar lo que ansiaba decirles en aquellos últimos momentos y que parecía ahora su tormento.

Fue su hija Paquita quien creyó entender “a casa, llevarme a casa”. Todos supieron qué era lo que la vieja madre quería decirles. Y lloraron juntos por su inminente pérdida y sabiendo que no podrían cumplir con su última voluntad. Murió la mañana del 6 de enero cumplidos los 94 años, y los hijos incineraron su cuerpo. La urna con sus cenizas fue custodiada en el viejo baúl donde ella guardaba rancias ropas del pueblo viejo, recuerdo de tiempos pasados pero nunca olvidados. Entre aquellas sábanas bordadas y los encajes de bolillos, entre paños de hilo y la roída toquilla que nunca se quiso quitar acomodaron los restos de la que fuera matriarca de la casa.

Y allí quedó hasta que meses más tarde algunos vecinos pudieron volver al pueblo viejo, cuando el pantano dio una tregua y bajó su caudal para que muchos volvieran a concentrarse junto a la torre de la iglesia para volver a tañer su campana, aquella que durante 40 años asomó en medio de las aguas, altiva ella, testigo escandaloso del recuerdo que permanecía en pie inmortalizando que entre el barro estaba oculto un pueblo sin vida.

A la cita de los viejos vecinos los descendientes de casa Luciano acudieron todos. Unos volvían con añoranza y otros al fin pudieron andar entre las piedras del pueblo tantas veces mencionado. Marcos, el más joven de su clan, llevó en la mochila el tesoro familiar. Cumplían así el deseo de Victoria: “a casa, llevarme a casa” y tras una velada de reencuentro, su familia depositó junto a las piedras acumuladas y protectoras ahora al pie de la torre, la urna garante, como la fruta que tanto le gustaba a ella, y que guardaba las cenizas de la mujer.

Todos los años desde entonces, en fechas señaladas, la familia arroja al pantano margaritas amarillas en su honor, tranquilos y gozosos, porque saben que su madre ya descansa en paz.

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