Laura

Laura

Por: Marco de la Cruz

Laura se estremece al observar la entrada parsimoniosa del hombre al local. Alto, joven, musculoso. Cara cuadrada. Pelo negro ondulado bajo un sombrero trilby que se quita al entrar. Bajo una gabardina sucia, que también se quita, deja ver el traje gris de pana que lleva sin camisa y con chaleco.

La camiseta blanca de algodón y el reloj enorme en una nudosa mano grande acentúan la sensación de alarma. Desde las guerras, se han vuelto a usar sombreros, gorras y todo tipo de atuendos que recuerdan la moda vigente un siglo atrás. Sobre todo, entre los Imperialistas o los Mafiosos. A veces son solo una de las dos cosas. Contrastan los trajes impecables con las calles sucias, las paredes desconchadas y los edificios derruidos sin reconstruir.

El hombre aparta la gabardina y se sienta en uno de los taburetes de la barra. Da un golpecito con el mechero la barra, reclamando su atención.

Laura coge la jarra de café y se aproxima solícita y hace intención de llenar la taza más cercana al hombre, este niega con un gesto y le dice con una voz ronca y baja —Un coñac y un cenicero. Ella se queda por un momento parada y le responde, con un susurro: —Señor, en este establecimiento no se puede fumar. (—En realidad en ninguno. —piensa).

Él no la mira mientras sujeta bocabajo la cajetilla con dos dedos. Con el dedo índice golpea el paquete y con un gesto de muñeca, se lleva a la boca el pitillo que asoma. Por fin, la mira fijamente y dice: —Se puede si yo lo digo. A la vez tira una pesada cartera de cuero marrón que se abre dejando ver una placa deslustrada.

Laura se queda paralizada. Un mecánico gordo y joven, que se dedica tarde tras tarde a libar cerveza en el local, sentado en un taburete muy próximo al comisario, apoya la jarra y se levanta con lentitud. Hace ademán de irse hacia la salida, aunque su
movimiento queda congelado por la voz del hombre del traje gris que le dice: —Siéntese de nuevo amigo, no ha terminado la cerveza.

Ella mira hacia la cocina donde se encuentra cocinando el dueño del local. Normalmente estaría apoyando su enorme cuerpo en el cochino umbral de la cocina, atento a sofocar con su presencia cualquier trifulca de borrachos. Sin embargo, lo que ahora ve a través de las tiras de plástico blanco (o que alguna vez fue blanco) es la cocina vacía, con la puerta que da al callejón abierta de par en par.

Laura coge un cenicero de debajo de la encimera, de los que tienen para la terraza que nunca pone (—¿Quién querría quedarse más de lo necesario en ese ambiente contaminado y radiactivo?) y sirve una generosa copa de coñac. El calor del local, con ventiladores girando perezosamente y sin aire acondicionado, (desde que Laura entró a trabajar aquí, jamás ha funcionado), hacen que el olor dulzón del coñac barato le revuelva las tripas; aun así, se apaña para sonreír y se aleja dos pasos con la botella en la mano.

—¿Dónde vas, Laura? —Le pregunta él. Sonríe fugazmente, dejando a la vista unos dientes blanquísimos, seguramente ese cazador de personas se puede permitir un dentífrico de verdad, en vez de esa mezcla de cenizas y “quien-sabe-qué”, que venden en el mercadito ilegal que se establece de madrugada todos los días en la corrala de la casa de Morales, al final de ese pueblo de mierda.

Ella suspira y se siente extrañamente calmada mientras se acerca a la barra y con un solo movimiento le estampa la botella en la sien, rajando su cara sorprendida de paso. Él cae como un saco pesado de piedras derribando la copa y los taburetes. Laura salta con soltura la barra, haciendo volar la falda de su vestido de flores y coge el cenicero de encima de la barra. Lo sujeta fuerte con las dos manos y se sienta a horcajadas encima del pecho del cazador. Éste ni siquiera gime; voltea la cara, aturdido. La piel cuelga en un jirón rosa de la sien hasta la mitad de la mejilla. Laura alza el cenicero por encima de su cabeza y golpea una y otra vez. No sabe cuántos golpes ha dado cuando vuelve en sí. Ni siquiera ha oído marcharse corriendo al gordo mecánico.

Se da cuenta que sus pulmones están centrifugando, emitiendo un gemido animal, mira la cabeza deshecha del hombre y ni siquiera siente llegar la primera arcada, que cae sobre la masa que anteriormente era un rostro.

Se limpia con el dorso de la mano primero y luego con el delantal. Lo arroja sobre la cara, tapándola, y registra el cuerpo del hombre. Debajo de su axila izquierda tiene una pesada pistola. Es una vieja pistola de hierro, un modelo anticuado y Laura casi no puede sujetarla. Aun así, se ve engrasada y limpia y la deja con un ademán encima de la barra. En la gabardina encuentra lo que buscaba, un móvil militar grande y tosco, con refuerzos. Le coge la mano y reza porque no se desbloquee con la retina. Con un pitido, el móvil indica que Laura ha tenido suerte.

Trastea hasta encontrar la seguridad del móvil y le quita el bloqueo de pantalla. Se levanta y corre hacia la cocina, agarrando la pesada pistola por el camino. Dentro un olor penetrante a azufre indica que el menú del día se ha quemado en la olla olvidada. Sin prestar atención, agarra su cárdigan viejo que un tiempo atrás fue marrón, un bolso de cuero sintético verde oscuro y guarda dentro el móvil y la pistola.

Se asoma a la puerta de atrás y ve cómo una fina capa de lluvia ha empezado a empaparlo todo, dejando una noche desangelada. Da un paso hacia afuera y se detiene. Da media vuelta y abre la caja registradora. Casi no hay dinero porque la ley obliga a registrar los cartuchos de crédito en el sistema de inmediato. De todas formas, debido a la poca cobertura de la red fuera de las metrópolis, se permiten intercambios de cartuchos con la condición de que las transacciones sean volcadas en menos de 24h.

Agarra los cuatro que hay dentro y calcula que habrá como mucho quinientos créditos dentro. Ahora sí, vuelve sobre sus pasos y, tras abrigarse bien, se sumerge en la noche lluviosa.

Mientras camina, siempre cerca de las paredes, en las sombras, nota el sabor agrio del vómito. Se para un segundo para encenderse un cigarrillo. Al alzar la mano, temblorosa, con el mechero, se da cuenta de que tiene un pequeño corte en ella. Seguramente el cenicero la cortó. Aspira el humo, el agrio de su lengua se transforma en ácido humo en sus pulmones. —Mejor así. —piensa— Mejor nicotina que esta mierda radioactiva en la lluvia.

Pronto llega a la calle de atrás de la casita medio derruida que habita desde hace meses. Se ve la ventana de su dormitorio, el ventanal de la cocina y la puerta trasera que da a la misma. Se queda quieta fumando, sintiendo cómo su cárdigan se empapa. Su pelo convertido en una medusa húmeda pegada a su cuello. Cuando está a punto de decidirse, por fin, encuentra la respuesta que buscaba. Una luz soterrada se mueve difusa en la cocina.

Laura suspira, tira el tercer cigarrillo al suelo y rebusca en el bolso la pistola. La amartilla sujetándola con ambas manos y avanza hacia la ventana.

Coloca suavemente la boca del cañón contra la ventana y espera. Cuando un bulto oscuro pasa por delante aprieta el gatillo; Un estampido brutal, un fogonazo y lluvia de cristales. La muñeca casi se le arranca de sitio. Abre la puerta de la cocina y entra apuntando. El bulto se halla inmóvil en un charco de sangre.

Laura lo gira y observa la cara cuadrada del alto, joven y musculoso hombre. El pelo negro ondulado. El sombrero trilby ha rodado debajo de la mesa. Se agacha y rebusca dentro de la gabardina, segura de hallar una placa dentro de una maciza cartera.

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