Estrella Umbría

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Estrella Umbría

Por: Richard Villalon

Estrella Umbría

La tierra resulta ignota para mí. Llevo eternas horas buscando tesoros, petróleo y olvido en las fosas marinas. Por eso recurrí a un espiritista para quitarme el aburrimiento, la molicie, mi vacío existencial. Nadie creía cuando comenzaron a moverse cosas del cuarto, las sillas saltaban, un olor a tormenta llenaba la habitación. De repente, con los ojos en blanco, el médium gritó mi nombre: “Tienes que rescatar del fondo del mar al Circo Saltapatrás. No habrá paz después de tu muerte si no traes a la tierra los despojos de sus artistas. Algo de la Mujer Barbuda, su corpiño negro, por ejemplo. La grasa usada por el Hombre Bala para atravesar los aires de la carpa. El anillo del Lanzacuchillos con su piedra ámbar. La cola de la Sirena disecada que atraía en la puerta al público en general. Los zapatos del Gran Payachups, el dulce payaso, que hacía caminar sin caer a los sonámbulos. El cuerno de Unicornio bajo el paraguas chino de papel de arroz…”

Cuando salí de la sesión, una mujer maltesa con un ojo de vidrio me advirtió que era un escogido y el más allá pedía justicia poética para aquellos sorprendidos por la muerte. “Intenta cumplir, ellos sabrán recompensarte”. El mar realmente es un pabellón de soledad. ¿En qué se diferencia de mi vida? Hay quienes afirman que los buzos vivimos aventuras alucinantes y solamente podemos engendrar niñas. La presión hidrostática elimina la posibilidad de tener hijos varones. Finalmente, nadie me quiso para ser padre. Esa deriva me tiene ahora vagando profundidades, descifrando mapas, escudriñando con radares, localizando el lugar donde naufragó ese circo de ciudad: El Saltapatrás.

La densidad emocionante muestra una estrella de mar, anaranjada, seductora, casi divina. Señala mi cercanía con la nave hundida. Las estrellas marinas dicen que no tienen cerebro. Al coincidir nuestras miradas inmediatamente caigo seducido. ¡Quiero llevarla a casa! Evadirme del hartazgo, hablar del futuro sin hijos obligatoriamente necesarios. La estrella dentro de su silencio intuía que la campana la salvaría del anonimato. Será mejor que una estrella en el cosmos. ¡Ahora seré el centro de su universo!

Conocemos los nombres de las estrellas, si no, los inventamos. Su radio de acción determina nuestro carácter, la similitud entre los nacidos bajo su manto protector es un poema inesperado. Hace siglos descubrieron que el ritmo de las mareas estaba determinado por sus vaivenes frente a la luna. Esos hados iluminan el mar. Allí vivo. Soy una estrella marina. Convivo con algas, floto en las transparentes rutas del agua. Mi sueño es ser una estrella del firmamento. Flotar en el espacio, brillar infinitamente, guiñarles los ojos a los solitarios, vaticinarle al mundo lo que puede sobrevenir. Decirles ¡Quítense las mascarillas! La vacuna es un cascabel esperando sonar algún día, los enfermos caminarán con el peso de la reminiscencia, los sueños volverán a servirnos de navío yendo al futuro. Algunas noches escucho tormentas lejanas, los rezos de la gente solidaria asoman con su vela, su estela surca la superficie plana de mi azulado lugar. Los ministros son demonios disfrazando su ambición caníbal, sus garras delatan avaricia sobrehumana. Mienten afirmando una Pandemia democratizadora. Ahora estallan terribles monstruos de cuerpos frágiles, el poder pudre. Este tipo de subsistencia ha tomado un nivel desconsolado, actúa con sus tentáculos de pulpo, atrapándonos para dejar seca alguna esperanza.

Paradójicamente soy feliz. Todo es momentáneo y fugaz mientras uno sepa avanzar contra corriente. Me impulsan ensoñaciones lujuriosas. Con brazos abiertos saludo a la fortuna cada siete días. Habito en una catedral con vitrales fantasmagóricos, el sonido atraviesa raudo con su voz de radar haciendo eco en sus paredes coralinas. Mi casa vive sumergida allí donde acaban los ríos, las lluvias, ciertas lágrimas. Mis vecinos son distintos entre sí, aunque llevamos por común identidad la sal en nuestros paladares, desafiando la falta de oxígeno, la mano oscura de las fábricas, los vertidos tóxicos. Gobernantes ávidos de poder vigilan desde sus costas la posibilidad de pescarnos desprevenidos. A eso respondemos jugando con Tsunamis, tormentas y neblinas poniéndoles coto a sus cazas furtivas. Entre nuestra población nunca despreciamos al inmigrante, ni pedimos permisos para habitar cualquier área. Tampoco existen carnés partidarios dividiendo. Solo sabemos sumar, eso es un preciado talismán para atravesar siglos. Los tiburones grises hablan de fútbol constantemente. Hubiera sido bueno que su temor producido alejara a la vulgaridad de sus cuerpos, pero no. Beben mucho más que los famosos peces en el río, hablando de conquistas amorosas, cuentas bancarias y bitcoins nauseabundos. Ninguna “tiburona” les da el móvil por si acaso. En sus borracheras consecutivas podrían llamarlas, justo cuando ellas están leyendo a Juana Inés de la Cruz, poniéndose uñas de porcelana o tragándose bancos de sardinas invernales. Tenemos unos turistas escamados en Oceanía. Nos encanta su manera de ser, cocodrilos de agua salada. Realizan vertiginosas carreras, motociclistas sin casco. Persiguen surfistas, focas desorientadas, tienen la capacidad de comer carne y pescado sin hacerle ascos a nada. Hablan en rima entre ellos. Los románticos son parecidos, solamente, que sus mandíbulas jamás doblarán hierros, nada impedirá tenerlos como imborrables huellas en el recuerdo colectivo. Los cocodrilos lloran de rabia e impotencia, por eso nunca les acercan pañuelos, es mejor ser prevenido. Como símbolo exagerado de mi desconcierto suena una campana lejos…

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