Jugada preparada

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Jugada preparada

Por Cayo

Mi existencia no supo de premoniciones hasta esa mañana en la que la pelota de cuero número cinco, que los chicos del barrio habíamos comprado hacía apenas dos días, amaneció completamente desinflada y con inconfundibles restos de baba de Manchitas.

Superada la primera etapa de furia por la cual proferí una sorprendentemente extensa serie de insultos dirigida a ese perro desvergonzado, al que no le pude hallar el rastro sino hasta mucho más tarde, me llegó una angustia tan súbita como pesada. ¡Tenía que hallar un pronto remiendo para aquella desafortunada situación!

Fue entonces mi abuelo quien me recomendó que pasara por la zapatería de Don Juan para que él pudiera darme un diagnóstico profesional sobre la posibilidad de una reparación.

Tomé mi bicicleta roja “esponsoreada” por distintas marquillas de cigarrillos, al mejor estilo de los autos de la Formula 1 (como se les permitía por aquellos años), y a toda velocidad recorrí las dos primeras cuadras. Al llegar a la esquina de la calle del campito le eché una mirada y entonces todo cobró sentido.

Accioné los frenos poco confiables de la bici y me detuve varios metros pasada la bocacalle. Un escalofrío inédito me recorrió la espalda mientras trataba de pegar la vuelta sin darme los pedales contra los talones. Fueron esos escasos pasos del regreso la escena de suspenso más intensa que en mis recién cumplidos doce años me había tocado protagonizar.

No es que había sido incrédulo de lo que mis ojos vieron: ¡El volquete era real y estaba justo frente al campito! Si bien era una señal importante, pensé que podría haber estado interpretándola de manera pesimista.

Me acerqué, admito que con un par de lágrimas haciendo equilibrio por mis párpados, y ya no me quedó chance de aferrarme a alguna duda al divisar el follaje de las tacuaras depositadas en su interior. Después oí las voces de los intrusos. Reían por algo que no entendí mientras arrastraban otra tanda de cañas desde el fondo del baldío. No me animé a preguntarles que estaban haciendo. Pero la incógnita no tardó en revelarse. Segundos después, cuando el viento cambió de sentido, se disipó la humareda de los chorizos que se asaban en una parrilla instalada sobre el suelo y dejó ver frente a mis narices un cartel en el que se citaba el número de permiso de obra, los datos del arquitecto responsable y más abajo el nombre del santuario que allí se levantaría.

Me quedé paralizado un rato hasta que decidí qué hacer.

El lugar se seguía poblando de trabajadores. Ya superaban la media docena cuando me marché para informarles a los pibes la novedad.

Escépticos al principio, pensaban que les estaba jugando una broma, luego se fueron arrimando a la canchita ante mi insistencia y la contemplación de mi rostro desencajado. Matías y Cristian me ayudaron con la tarea y en pocos minutos ya estaba reunido casi todo el grupo.

Para cuando llegaron los hermanos Guerra con el Cabezón (eran los que más alejados vivían) los obreros ya habían desmontado el cañaveral que hasta entonces nos había servido de barrera natural para evitar que el 90 % de los pelotazos desviados en esa dirección superaran la medianera que daba al “cementerio de los esféricos” que no era otra cosa que el jardín del fondo de la casa de la vieja amargada de Maruja.

La cuestión era que allí estábamos, uno al lado del otro, mirando como una de nuestras peores pesadillas se estaba materializando.

Cuando comenzaron a remover el arco de atrás sentimos que nos estaban amputando una parte del
alma, era como si nos estuviesen profanando la última sonrisa ingenua y cortamos así la cinta
inaugural de la congoja.

Pero, a pesar de la impotencia que nos embargaba, tuvimos tiempo para planear la última jugada. Nos agrupamos en ronda y escuchamos atentos la estrategia que nos proponía Silvio, como hacíamos siempre que nos capitaneaba cuando nos enfrentábamos con los clásicos rivales de la zona.

El plan era sencillo. Después de un movimiento de distracción, Ariel, que era el más rápido de todos, emprendería una maniobra perfectamente catalogable como la jugada de todos los tiempos (por lo menos para nosotros) por lo heroica y generosa que nos permitiría cumplir con nuestro objetivo final.

Esperamos el momento justo escondidos detrás de un averiado camión de reparto de soda.

Lucho y Guille tensaron sus gomeras y comenzaron a arrojar al aire los petardos que Hernán y Dani les encendían. El susto fue tal que los trabajadores no notaron cómo Ariel les secuestraba la choriceada poniéndola dentro de una bolsa de plástico. ¡Si hasta tuvo que pegarles un chiflido mientras la levantaba con un brazo para que se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo!
Lo siguieron torpemente calzados en sus pesados borceguís unas cuantas cuadras hasta que se dieron por vencidos.

Mientras tanto, el flaco Víctor cumplió con su parte y riendo como un loco se vino picando en el asfalto la pelota de goma marca Pulpo que le había pedido prestada a su sobrinito de tres años.

Sin más demoras, saltamos el vallado de la obra e invadimos el mutilado campo de juego para desarrollar el partido de despedida más breve y sobre todo más emotivo del que tengamos memoria hasta hoy,… cuarenta años después.

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