Hacia Otros Mundos Inventados

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Hacia Otros Mundos Inventados

Por: Fulgencio Saura Sánchez

Sentado en su sillón (de piel agrietada; sucio; viejo, mugriento y ocre), bajo la atenta mirada cadavérica de un sol mil veces conocido y abrumador, electrificante, que cohabita con el crudo silencio, hace ya varios años, en la coqueta, y acogedora, salita de estar, está leyendo, ensimismado y concentrado, una deliciosa, y viajera, novela de Cela, que rescató, una vez, del olvido del tiempo y del polvo huérfano, desgajado e invisible, de una lejana y desangelada, gris, biblioteca famélica de un centro inculto arraigado en la tierra desconcertante y agria, situado en los límites de un pueblo fantasma, casi abandonado, y de luz cegadora,  durante los meses solariegos de estío, de un rincón huertano y marinero del sureste español. Su mirada, ennegrecida por la desidia y, a la vez, incisiva y extremadamente observadora y vivaz, se centra en la lectura adormecedora y se pierde, en el mar desconocido y mágico (terapéutico) de las descripciones hipnóticas que brotan, como la hierba fresca de la primavera, a lo largo de toda la novela que sostiene, con candor, entre sus manos blanquecinas y huesudas, que aparecen iluminadas por unos temblorosos haces de luz, que se mezclan, en el ambiente de su colmena infranqueable y doméstica, con la dulce melancolía y con una brizna de frío hastío. Cuando su mente flácida se funde con la historia narrada, y con las luces y las sombras de sus personajes de papel, se aventura en una esfera cálida y reconfortante, y, en ese instante misterioso, empiezan a difuminarse (desintegrarse) los pensamientos recurrentes, aciagos y oscuros, que le agrietan las enfermizas, y resquebrajadas, paredes de su alma. La sombra sórdida, de una gaviota (que acaba de escaparse,  a hurtadillas, de la cabeza iluminada de Bécquer), ulula por entre la penumbra humedecida por la  aluminosis que sufre su enflaquecida y frágil estructura mental. El canto amargo, denso, afónico, cobrizo, siniestro y ocioso de la ballena (distorsionado por la cavidad hueca del oído del espectro sombrío), resuena en la telaraña de su febril pensamiento, engullido por la ballena de cartón e imaginaria (que zigzaguea, tembloroso y quemado, en el aire, como el humo pútrido y pérfido, que expulsa una azarosa señorita de la noche oscura, esquivo y amargo, de un cigarro), emerge, con un olor hediondo, y pútrido, desde las profundidades negruzcas de su vertiginoso estómago de cristal. Cuando, en un descuido, abandona la lectura, sanadora, se ciñe sobre su pensamiento calenturiento la pesada carga plomiza y negruzca, pestilente, de unos nubarrones imaginarios, que descargan, con virulencia, sobre su cuerpo mortal y frágil, una lluvia de polvo estridente de Tiempo, que le hunde, todavía más, en la negrura dolorosa de su pesadilla inacabada, y su mente trastocada termina por elevar el vuelo quimérico, y eterno, hacia otros mundos inventados y utópicos, en los que poder descansar en la orilla de un mar dorado y salino alumbrado por un sol estival, en el que no tiene cabida ni las sombras opacas ni la penumbra más eterna y desoladora, aterradora y mortal, sino la claridad y la Luz.

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