Todo es Cuestión de Tiempo…

Por: Ann Mïrllad

Relato Corto: Todo es cuestión de tiempo

No conozco en el mundo a nadie más nervioso que la abuela Lila.

La abuela tuvo una infancia poco común: desde el vientre vivió las fantásticas historias de su madre, la bisabuela Alicia, e igualmente de niña conoció al apurado Señor Conejo lanco que desaparecía por un agujero en la raíz de un cedro.

La abuela siempre tiene prisa. Por eso desde hace mucho tiempo llenó la casa de relojes y por eso habla con una rara nostalgia… Es maravilloso escucharla hablar sobre el transcurso de los meses, los días, las horas, los minutos, y clasificar nuevamente los relojes que tiene diseminados por todas partes.

La abuela sufre por cuarta vez hoy el hecho de no poseer un reloj de agua, un reloj clepsidra. Y pudo, pudo tenerlo… pero nunca se decidió a canjearlo por su alfombra persa. Y llora por el reloj de aire que jamás llegó a comprarles a los buhoneros del Valle
de los Ingenios.

En nuestro patio sí existe un antiquísimo reloj de sol, que ya es más bien un reloj de sombras, pero sigue estando entre las pertenencias más queridas de la abuela.

Lila cuenta que el primer reloj construido sobre principios de mecánica es el de un tal Richard de Wallinford, un abad que vivió en Inglaterra hacia el año 1326. El segundo es el que un sujeto nombrado Santiago Dondis ordenó construir en Padua por allá por 1344, en el cual se veía el curso del sol.

Con la misma seguridad, la abuela afirma que el tercero es el que había en el Louvre de París, mandado a traer de Alemania por el rey Carlos V de Francia.

¡Qué ilustres personajes! Y aún más gloriosos cuando salen de la boca de la abuela ataviados en sus majestuosos trajes y midiendo el tiempo, siempre midiendo el tiempo…

No obstante la abuela Lila reconoce que el antepasado de estos relojes fue el popular mecanismo de Anticitera, una calculadora mecánica diseñada para prever la posición de los planetas, la cual también podía predecir eclipses. El mecanismo de Anticinera, asevera Lila, fue descubierto entre los restos de un naufragio cerca de la isla griega con ese nombre.

Yo creo que ella tuvo que haberse tragado uno de los dispositivos del reloj de Anticinera, pues tiene una increíble capacidad para vaticinar los cambios emotivos de la luna.

Claro… continúa la abuela… se cree que los grandes relojes de pesas y ruedas fueron inventados en Occidente por el monje Gerberto. (Ese monje se llama igual que el señor que saca los mandados en nuestro barrio)

Cuando habla de relojes la abuela abre una de las gavetas de su propio escaparate y muestra una colección de imágenes. Allí tiene reproducciones de todos los mide-tiempo del mundo. Sus preferidos son el reloj seny de les hores (ubicado en la catedral de Barcelona) y el gran mecanismo del Big-Bang de Londres.

“Alba, ¿ya sabes que el primero que imaginó construir relojes de bolsillo fue Pedro Bell de Núremberg?”, dice la abuela y muestra orgullosa su más antiguo “huevo de Núremberg”, un ovalado reloj de bolsillo que perteneció a su tatarabuelo.

Eso no queda ahí. Volvemos a enterarnos de que en 1647, Christian Huygens aplicó a los relojes de torre el péndulo descubierto ya por Galileo, y que fue el mismo físico quien empleó por primera vez en 1665 el muelle de espiral a los relojes de bolsillo.

Pero en 1967, el ginebrino Gruet aplicó al reloj la cadenilla de acero que sirve para transmitir el movimiento del tambor al cono, sustituyendo a las cuerdas de vihuela empleadas hasta entonces…

Y llega la parte que más me gusta: cuando ella nos pide que la acompañemos (nuevamente) por las habitaciones y hace de guía para explicarnos con detalles cada una de las piezas de su exquisito muestrario relojístico.

La abuela se convierte en hada del tiempo. Y nosotros la seguimos para redescubrir su reloj mecánico, su reloj electrónico, su reloj analógico, el digital, el de pulsera, el de pie, el cronómetro y el cronográfico, que es uno de los más precisos: mide las milésimas de segundos.

Luego aparece el reloj de cuco que tiene péndulo, gong y un cuclillo de madera y que anuncia las horas con su graciosísimo cu-cú. Le siguen el reloj binario, ya inservible; el reloj atómico que perdió su mitad nadie sabe dónde; el reloj de ajedrez, utilizado por el bisabuelo Franco en sus interminables partidos con los tíos; el de vapor; el de cuarzo, el de…

“¡Tu abuelo Carlote es un reloj Atmos!”… la abuela me ofrece su sonrisa más pícara…

“tomaba la energía de los cambios de temperatura”…

¿Y yo?…

“¡Tú vienes siendo un cálido reloj despertador!”

Entonces imagino que ella, tan delgada, tan hermosa en su vejez, es un esbelto reloj de campanario, como el de Westminster.

Ah… pero mi favorito entre todos los que atesora con tanto celo es el reloj de arena. Es muy bonito. Está conformado por dos bulbos de vidrio verticales que permiten un goteo regular. Cuando se acaba la arena, hay que voltearlo otra vez. Es como si se paralizara el tiempo y de pronto echara a andar. Aprendí que hay factores que inciden en el tiempo medido, y los recito como si estuviera memorizando una pregunta de la prueba de historia: cantidad de arena, tamaño del bulbo, anchura del cuello, calidad del elemento interior…

Estos relojes pueden estar rellenos de polvo de mármol. Pero el de casa, el de la abuela Lila, contiene minúsculos fragmentos de cáscara de huevos.

El predilecto existente de la abuela es el reloj de misa, un aparato muy especial, que indica las horas canónicas. Cada hora canónica revela una parte del Oficio Divino.

Porque mi abuela toda la vida ha ido a la iglesia, incluso cuando habían prohibido a los creyentes profesar su religión.

Sobre el librero del comedor, como una especie de trofeo abandonado, existe un reloj muy doloroso. A mi madre no le gusta en lo absoluto: le recuerda tiempos muy oscuros y tristes: el reloj de velas, producto de la fundición de un sinnúmero de velas encendidas en el llamado “período especial”, donde los apagones no se acababan y nos afectaron las carencias de todo. Ahí está el reloj de trozos de cera, pegajosos y empolvados, recordándonos un tiempo en el que no fuimos del todo felices, pero escapamos gracias a las horas que el abuelo Carlote dedicó a su Banco de Bolita.

A pesar de que siempre está nerviosa, la abuela asegura que existe un minuto para reír y un minuto para llorar; y aunque la mayoría de las veces anda con prisa, entiende que en esta vida hay tiempo para todo.

Verdaderamente, quedan pocos seres tan peculiares como ella.

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