La Casa

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La Casa

Por: Américo Fojo

Sobre el resplandor brumoso del atardecer se recortaban las siluetas de dos personas que, dejando atrás la niebla del pequeño valle, subían la cuesta hacia la vieja casa, casi oculta por los cipreses que bordeaban el sendero.

Caminaban a paso firme, uno detrás del otro, en silencio, cada uno concentrado en sus pensamientos. José caminaba delante, mirando al suelo con una leve inclinación de cabeza y el cigarrillo apagado, colgado del lateral de la boca. Llevaba una chaqueta clara, con los bolsillos abultados de llevar siempre las manos dentro y una gorra gris con la visera bajada sobre los ojos.

La mujer caminaba detrás con los brazos cruzados sobre el pecho, reteniendo una manta de lana gris que le cubría los hombros. Llevaba falda larga oscura y cubría su cabeza con un gran pañuelo, también gris, que otorgaba a su figura un aspecto atemporal de campesina. A diferencia de José, la mujer recorría con la vista los sembradíos y las vides que crecían en los cercos vecinos.

Casi llegando a la casa, la mujer tropezó en el sendero y sin llegar a caerse, trastabilló hasta afirmarse en el tronco de un ciprés.

José, girando la cabeza, dijo en voz baja, irónico: – ..mulheres.. – y siguió caminando, sin detenerse, hasta llegar a la verja, abrió la desvencijada puerta de madera y entró en la casa. La mujer lo siguió, cerró la puerta detrás de si y se soltó el pañuelo de la cabeza al entrar en la cocina.

Mientras preparaba la comida, oyó que José había prendido la televisión en el canal de las noticias y como todos los días, también escuchó sus quejas y sus críticas, hablándole a la pantalla: de lo exiguo de su jubilación, de la falta de respeto de la gente y del despilfarro de los políticos. Ella también hablaba con la televisión, pero solamente en la hora de las telenovelas, mientras tejía y José dormía su siesta.

La rutina cotidiana era siempre la misma. El cuidado de la huerta, la limpieza de la casa, la preparación de la comida y una vez en la semana, subir al pueblo para las compras en el mercado, luego de las cuales, la mujer retornaba caminando con una cesta colgada del brazo.

A veces recordaba con nostalgia los primeros años en la casa, cuando el hombre se ocupaba de los sembradíos y los animales, cuando reparaba las cercas rotas, cuando silbaba limpiando las herramientas después de sacar las hierbas del huerto.

Si, pensaba la mujer, todo era diferente y no comprendía porqué José había cambiado tanto. Había perdido su buen humor, siempre amargado, irónico y parecía que ya nada le entusiasmaba, encerrado en sí mismo.

Añoraba también la época de cosechas, cuando se ayudaban entre los vecinos y el día terminaba comiendo todos juntos en una gran mesa, debajo de los carbalhos y casi siempre, un vecino más o menos talentoso, tocaba en su viejo acordeón de ocho teclas alguna canción antigua, aquellas que cantaban los abuelos, acompañando el ritmo raspando dos conchas de vieira, como las que llevan los peregrinos de Santiago.

Todo cambió cuando cayeron los precios agrícolas y resultó que costaba más sembrar y mantener el cultivo que el dinero que se obtenía por la cosecha. Poco a poco los campos se fueron abandonando y el matorral fue ocupando los espacios vacíos. Ya no se reunían los vecinos para ayudarse mutuamente en las cosechas y sólo se veían en los festejos del día de la virgen, cuando las familias caminaban juntas, subiendo la cuesta hacia la ermita del pueblo. Los hombres pasaban más tiempo en el bar que en los campos y solamente las mujeres siguieron trabajando en el ritmo constante de las huertas de cada casa.

Solamente don Celso, uno de sus vecinos más cercanos, seguía cultivando sus leiras y, cuando le preguntaban si le convenía hacerlo, respondía como si meditara en alta voz:

– Hombre, no sé si saco rendimiento, pero es lo único que sé hacer.. –

– Mira, hace unos años, a la gente de aquí nos llamaba la atención cuando veíamos un campo sin cultivar. Era una vergüenza, cosa de vagos. Ahora, la gente se asombra cuando ve una leira o un campo arado y sembrado … eso no es bueno pero…es lo que hay. –

Después de la cena, José regresó a su puesto frente al televisor y ella buscó su sitio preferido en la cocina: el pequeño sillón con posabrazos de madera que había sido de su abuela. Era el único mueble que había pedido para ella cuando se vendió la casa vieja de la ría.

Sentada, con su labor de costura en las manos, comenzó a recordar la gran lareira de piedra oscurecida por el humo, techada con gruesos troncos de pino de los que pendían las ristras de ajos, las cebollas y los pimientos.

La lareira, ese gran fogón rodeado por amplios asientos, con su gran gancho central del que se colgaban sobre el fuego las ollas de hierro, tiznadas y panzonas. En las noches de crudo invierno, cuando el viento soplaba en los tejados de pizarra, su padre y sus tíos dormían sobre esos asientos, arrebujados con gruesas cobijas de lana. Era el lugar más cálido de toda la casa.

La memoria le traía el olor a leña, el sabor de las comidas y la voz, pequeñita y gastada de su abuela que la sentaba en la falda, abrazándola, y le cantaba:

Baila na punta do pé
Baila na palma da mao
Baila meu Marininha
Baila se queres bailar…

Primero dio unas cabezadas y luego, lentamente, como todas las noches, se fue quedando dormida.

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