El Regalo (ii)

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El Regalo (ii)

Por: Gloria Morales Sotodosos

Me costó Dios y ayuda encontrar el regalo, pero lo conseguí de la manera más insólita.

Había salido de casa pronto para estar en el centro de la ciudad cuando abrieran las tiendas. Quería comprar algo especial a una amiga que se marchaba a vivir a Australia y tenía sólo un día.

En el escaparate de una tienda de moda, había un foulard de seda. Pensé que, cada vez que se lo pusiera, se acordaría de mí, pero no llegué a entrar, no dejaba de ser un simple pañuelo.

Un poco más adelante, una librería. Era una lectora empedernida y le había regalado varios libros por su cumpleaños y Navidad, pero no era lo que estaba buscando para ella en ese momento.

¿Y una pluma? No es buena idea. Ahora casi nadie escribe a mano, salvo yo que soy una friki de los bolígrafos y estilográficas.

Más boutiques, perfumerías, tiendas de regalos, joyerías… Eran las dos y todavía no había encontrado nada.

Pensaba entrar a comer en un italiano que había visto unos metros atrás, cuando una mujer desgreñada, sucia, con harapos, descalza, con unos ojos verdes penetrantes y que desprendía un intenso hedor, se dirigió a mí. Mi primera reacción fue esquivarla y agilizar el paso. Alargó su mano con la palma hacia arriba; metí la mía en el bolsillo de mi chaqueta, saqué unas monedas y se las di. La mujer, con su dedo índice, me señaló una tienda de antigüedades que había enfrente. Se marchó caminando de espaldas, sin separar su mirada de la mía, luego se giró y desapareció entre la gente. Me había impresionado.

Curiosa, entré en la tienda donde se desprendían efluvios rancios, de madera seca y cuero, solapando otros menos intensos que no sabría definir. La escasa iluminación me envolvió en una niebla ocre espesa que más parecía una calle sin salida de Londres. Paseé entre los enseres apiñados: cómodas, jarrones, bolsos, espejos, butacas, juguetes infantiles y algún que otro busto. Al fondo, un mostrador con objetos pequeños que todavía no se apreciaban y estaba en la zona más oscura del local. Llaves, relojes de bolsillo y una brújula se repartían bajo el cristal del expositor. Ahí estaba. En una base cuadrada de madera de olivo, esfera blanca, graduación y puntos cardinales negros, aguja roja y negra y una fecha en un lateral: mil novecientos veintidós. Se podía apreciar que estaba utilizada por alguna ralladura tanto en el cristal como en el metal. La acompañaba un pequeño libro con su historia. Su propietario había sido un médico que había ido al centro de África con colegas de profesión y varios misioneros a montar un hospital para los indígenas. La idea había sido del propio doctor que había oído historias de las tribus en las que morían muchas mujeres dando a luz y numerosos niños tanto al nacer como en los primeros años de su vida. Sus padres habían muerto y le habían dejado como herencia una cuantiosa suma de dinero, así como varias propiedades en el norte de España. Este hombre lo vendió todo y compró material suficiente para un hospital con una veintena de camas y medicinas suficientes para mucho tiempo. Le llegó incluso para levantar una escuela y enseñar a los pequeños a leer y escribir y las cuatro reglas.

No hay duda de que su vida tomó un nuevo rumbo, que seguramente fue más fructífera que lo que había sido hasta ese momento. Una lucha contra la pobreza. Se fue a darlo todo con personas que no tenían ni para comer y con enfermedades que en España parecían leves con vacunas y medicación y que para ellos eran mortíferas. La brújula le sirvió para desplazarse por la selva, de poblado en poblado. Llevaba levantados ya tres hospitales y dos escuelas cuando se quedó sin dinero, así que no dudó en vender sus pertenencias: el reloj de oro que le había dejado su padre, las joyas de su madre, varios cuadros que había dejado guardados en un almacén y la brújula.

Ahora que voy a casa de mi amiga para despedirme, le diré que parte de mi corazón se va con ella. Que, si alguna vez se siente perdida y sola, sólo tiene que tomar la brújula y mirar al norte y, aunque lejos, encontrará a su familia, a sus amigos, a mí. Un instrumento que fue de un buen hombre que ahora pasará a ser de una gran mujer.

Después nos abrazaremos y lloraremos porque, aún sin marcharse, estaremos echándonos de menos.

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