El Corazón en un Columpio

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El Corazón en un Columpio

Por: Juan Manuel Morales

Cada 24 de junio, San Juan, como un mantra se repite desde hace tres lustros la misma sucesión de ilusiones y desesperanzas, de preguntas y negaciones.

Sebas espera en la terraza de la cafetería “Mil amores” la aparición de María que, como siempre, lo hará con un poco de retraso, con vestido recién estrenado y el aire virginal que no le abandona desde que iniciaron esta tradición a la edad de quince años. Entonces, la cita se adornaba con pipas y algún helado. Fue cinco años más tarde cuando comenzó el rito de reunirse en esta cafetería que, por supuesto, Sebas no había elegido al azar. Durante los últimos diez, hasta el momento actual, los acontecimientos habían sido repetitivos, casi calcados, como el amor de los casados. Presentación, ponerse al día, intentona de Sebas y veto de María a sus ilusiones. Y hasta el próximo año.

Desde primaria -compartían clase-, Sebas estuvo enamorado de María, más cada curso que pasaba. Pero no fue hasta que cumplieron quince que no reunió valor suficiente para atreverse a dar el paso. En la noche mágica de San Juan le pidió que se hicieran novios, a lo que ella se negó con una carcajada pícara y un beso en la mejilla. «Pues tampoco es tan mágica», pensó Sebas, más sorprendido que decepcionado.

En aquellos días no tan lejanos se veían con asiduidad, pero no fue hasta el siguiente 24 de junio que no volvió a intentarlo con idénticos resultados. A medida que pasaban los años sus caminos se bifurcaban, coincidían menos, pero María aceptó tácitamente la rutina orquestada por su fútil enamorado para solicitar su amor en la fecha señalada. Al cumplir veinte, la tradición se trasladó a la terraza de la cafetería “Mil amores”, en la calle “Paseo de los enamorados”. Es fácil imaginar por qué Sebas la eligió. Desde los veintidós le pide matrimonio, ella se ríe y le besa en la frente; un beso casto que le mortifica.

Sebas aguarda pacientemente la llegada de su amada, no desespera pues quizá este año sí lo consiga. Desde la última cita solo se han visto en un par de ocasiones y notó un brillo especial en la mirada de su venerada María. En esta ocasión, la pedida de matrimonio va acompañada de una gran noticia: le han ascendido y le han hecho fijo en el banco en el que trabaja. Confía en sellar su amor con un caro y espectacular anillo, que descansa en el bolsillo de su fina americana de lino.

— Sebastián, hola, hola, ¿qué tal? — le llama la atención con el tono de voz un poco elevado, metros antes de llegar a él, grácil, pizpireta, como siempre.

Para su sorpresa, en esta ocasión no acude sola, pues le acompaña un chico alto, bien parecido, con barba muy cuidada y unos ojos verdes que ya envidiaría el prado más húmedo del norte de España.

— Hola Sebas — beso en la frente—, este es Mario, mi marido.

No se arredra, aprieta su congoja en el fondo de su pecho como aprieta la cajita que contiene el anillo en el fondo de su bolsillo. Se levanta y la besa por duplicado, procurando que suenen lo más fuerte posible. Se recompone rápidamente, son muchos años de fracaso.

— Encantado, y… ¿desde cuándo estáis casados?

— Desde Septiembre —afirma Mario, sonriente, feliz.

— Sí, ha sido todo maravilloso —confirma María—. Ocurrió muy rápido. Hoy hace justo un año que nos conocimos, fue un flechazo y tres meses después nos casamos.

— No…, no me has dicho nada — balbució la víctima.

— Era mi sorpresa para este año. Cuando nos despedimos, tal día como hoy, doce meses atrás, me entró una sed terrible y entré en la cafetería aquella que nunca te gustó. ¿Recuerdas? La que se llama “El desengaño”. Pues bien, allí estaba él. No sé cómo surgió, nuestras miradas se cruzaron y…, bueno, que acabé sentada en su mesa. También es abogado, como yo. Por ahí empezó la conversación y acabó dándome consejos para mi tesis doctoral. No habían pasado tres meses cuando ya estábamos casados.

— Siempre supe que debí seguirte aquel día, tuve una intuición masculina — hablaba en voz alta, pero para sí mismo—. Lógicamente no lo hice, eso no es nada elegante. De todas formas, sé que no habría podido evitar lo inevitable.

— No es más que cuestión del destino —adujo Mario—. A veces nos regala un quiebro de noventa grados, y a veces nos marea con uno de cien. No hacía más que un mes que había roto con mi anterior pareja y, fíjate lo que me aguardaba, la felicidad plena.

Sonrió Mario y besó con ternura los labios de María. Al hacerlo, observó de soslayo el rostro de Sebas. A él no le pasó inadvertido este gesto, como tampoco el movimiento de su corazón, que parecía columpiarse del lado izquierdo al derecho de su pecho.

Se despidieron con cordialidad, sabedores dos de los tres presentes, que la tradición que había pervivido durante quince años moría en el mismo instante en que el desengañado pagaba la cuenta y se despedía de la pareja con sendos besos en las mejillas.

El 24 de junio del año siguiente parecía diferente. El cielo apareció brumoso, como si para continuar hacia el futuro fuera imperativo rasgarlo. Desde dos meses atrás, Sebas telefoneaba y mandaba mensajes a María sin obtener nunca respuesta. No obstante, se vistió con la ropa nueva comprada para la ocasión y guardó de nuevo el anillo en lo más profundo de su bolsillo. Esperó sentado en el mismo velador y a la misma hora que hacía justo un año. A lo lejos, divisó la fina silueta de Mario, elegante, como la imagen que perduraba en su memoria, ataviado con una atrevida chaqueta verde y unos vaqueros muy ajustados.

— ¿Y María? —fue todo el saludo que le dedicó Sebas.

— No lo sé, nos divorciamos el verano pasado, poco después de conocerte. Desde entonces no he tenido noticias de ella.

Sebas no se anduvo con tapujos, a quemarropa le espetó:

— Dejé de quererla justo en el momento en que te conocí, al besarte. Esta vez, al venir a ciegas, sí he hecho caso a mi intuición y espero que mi premio esté delante de mí.

— Mi pareja anterior a María era un hombre, —dijo Mario—. Sé que no me porté bien con ella, pero ya te hablé en su día de los giros del destino. Creo que, al conocerte, ha vuelto a ponerme en el sentido correcto.

— Pues a mí, al conocerte, me sacó del sendero equivocado y me colocó en la autovía correcta.

— ¿Qué hacemos ahora? — inquirió Mario.

— Acabas de decirme que estáis divorciados. Casémonos.

Y al decir esto colocó la cajita abierta mostrando el anillo en la mesa, muy muy cerca de la mano de Mario.

— ¿Invitamos a María?

— Mejor no.

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