Alma de Tinta

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Alma de Tinta

Por: Ángel Salazar de Hita

La conocí durante mis años de juventud; en unos tiempos antiguos, donde todo desprendía el aroma de la madera, el metal y la tinta. Todo estaba hecho de otro modo, como si tuviera alma propia.

Durante la noche anterior a nuestro primer encuentro, no pude dormir, me revolví de un lado a otro en mi cama, divagando entre imaginaciones que recorrían el amplio espectro entre lo inocente y lo pueril respecto a su aspecto: sobre si estaría vestida de plata o de esmeralda; si sería delgada o gruesa; con ornamentos o simples estampados en forma de ondas sobre su superficie lisa y suave, pulida hasta la perfección y con un baño de barniz que bronceara su piel natural y sobre si me dejaría palparla con mis dedos y entregarme su alma o su capricho sería para otro. En esos tiempos no existían todavía los ordenadores.

Mi padre me llevó. La puerta de Jacinto se alzaba ante nosotros; la empujó y, tras el mágico tintineo de la campana de viento que llenó el establecimiento, me dio una palmadita en la espalda para que pasara.

—Así que tú eres Gabriel. —Me encontré con un hombre arrugado, con la cabeza pelada y ojos como pasas que se abrazó a mi padre, ignorándome, mientras yo le contestaba con un tímido «sí», asintiendo con la cabeza.

—Este hombre que ves aquí se llevará a una de tus chicas, Jacinto. Imaginarás lo especial que es todo esto para nosotros.

—¡Por supuesto, por supuesto! —sonrió el anciano —. No te imaginas la alegría que siento al saber que una de mis pequeñas estará en tan buenas manos. ¿Serás un gran escritor, Gabriel?

—¿Eh? —contesté zarandeando nuevamente la cabeza, mi atención se había desviado por el taller de Jacinto admirando los diseños de las «chicas», de diversos colores y nacionalidades, las limas y los botadores, los recipientes de tinta, los tubos de diversas maderas… y me encogí de hombros por si se lo tomaba como una infidelidad antes de entregarme a su pequeña.

Tras desaparecer y aparecer, volvió a nosotros con dos chicas, jóvenes e inexpertas, una vestida de plata y la otra con la piel del color del roble. Las dos estaban calladas, inmutables hasta el punto de que no pude ver sus emociones.

—¿Cuál escoges, Gabriel? La que viste de plata tiene el color del fuego y de la pasión en su alma, la roja sangre recorre su interior; no te será fácil domarla, ella te guiará a ti. Y la que tiene la piel como las entrañas del roble, y es tan negra como la noche sin luna cuando te encuentras en mitad del monte, es tan sumisa que no tomará decisión alguna; tú habrás de tomar la iniciativa para dirigir sus pasos.

Me acerqué, las contemplé, y, mientras sus descripciones resonaban en mi cabeza, escogí a la morena. Parecerá una tontería, pero sentí que nadie la escogería por su sencillez y me sentí empujado a cuidar de ella. Pensé que quizá habría estado bien alternar entre ambas, pero sabía que Jacinto no me lo permitiría.

—¡Bien! Veo que eres todo un hombre, Gabriel —me felicitó Jacinto mientras mi padre asentía orgulloso.

Padre e hija jamás volverían a encontrarse.

Durante los primeros días de mi nueva posesión no me atreví más que a mirarla, acariciarla y, después, a desnudarla lentamente. Pero ella guardaba absoluto silencio. «¿Cómo podría arrancar alguna palabra proveniente de su alma, algún sentimiento que tomara forma para que el mundo la entendiera?», le pregunté a mi padre que tenía más experiencia, «eso surge, hijo. Debéis ser uno para que todo fluya correctamente». Me respondió.

La saqué a pasear por las noches, para que admirara las estrellas y la luna. Quise usarla en todo momento, pero sin presionarla. «Morena mía, amada mía», le susurraba como un cántico, e incluso dormía con ella para que se le pegaran mis sueños.

Pronto escuché su voz tenue como un silbido. Mis caricias se le pegaron de tal forma que mi mano y ella, en toda su plenitud, se volvieron un solo ser que conectaba mi alma con la suya, y pude sentirla.

Durante tantos años, diez lustros más una década, estuvimos creando vida, teniendo hijos e hijas que tenían nuestros genes corriendo por sus entrañas. Me narró sobre las gestas de valientes héroes y nobles caballeros, los amores y desamores de tantas doncellas que fueron antes que nosotros, las impenetrables murallas macizas que protegían a reyes y príncipes, la delicadeza de una flor y cada uno de sus colores, el origen de la magia y de los sueños, divagamos sobre el sentido de la vida y de la muerte… y tantas otras cosas que no me atrevo a pronunciar en público.

Cuando yo me sentí pequeño, ella me dio firmeza, me hizo sentir que podía lograr grandes gestas a su lado. Me atreví a ser un niño durante todos mis años, a soñar y a volar, a ser quien yo quisiera ser; me dedicó poemas de amor cuando estuve solo y a caminar en un mundo de donnadies para que todos me escucharan. Viajamos sin detenernos por lugares inventados. ¡Cuánto silencio en nuestros diálogos nocturnos que duraban hasta el alba!

Ella fue toda razón de mi ser y quedó impregnada con una parte de mi alma, con mi pensamiento deambulando alrededor de su figura, que se mantuvo delgada y brillante durante todo el tiempo que abarcaría en mi recuerdo.

Desterramos la soledad de nuestra memoria e inventamos fragancias inmarcesibles tras el ventanal de un día lluvioso.

Me sentí realizado, mi vida valió la pena con y por ella, y quedó mi semilla y mi aportación a este mundo vano de olvido. Pero durante sus últimos suspiros, cuando su luz se extinguía, y después de llevarla a tantas personas y a tantos expertos como pude con el pretexto de alargar sus días agónicos, le pregunté:

—Morena, te has esforzado tantos años en describir las fronteras de mi alma y poner nombre a todo cuanto hay entre ellas, que jamás te pregunté qué querías tú en realidad. Y, ahora que estás desgastada hasta los huesos, que escupes tus entrañas en cada bocanada de aire que sueltas para escribir la vida con tu alma, quisiera saber si fuiste feliz o si me maldijiste entre líneas.

Así que la cogí para que respondiera, seguía siendo todavía una flagrante pluma que quizá continuaría entera de haber caído en otras manos, aunque el solo hecho de pensarlo me revolviera por dentro. Y escribió estas líneas:

«Querido mío, no niego que te he maldecido al igual que bendecido; ha llovido y ha salido el sol en tantas ocasiones… Pero, aunque nadie conozca mi nombre, me alegro de que por tu firma se nos recuerde a ambos, porque de qué sirve aquello que no cumple su función, o lo que no es amado por nadie; cuando vean mi alma te imaginarán a ti. La gente se enamora constantemente confundiendo el amor con el deseo y el capricho con la pasión, pero nosotros dos tuvimos todo eso y también nos odiamos. Por eso hoy me marcho satisfecha, solo tú sabes mi apodo, aunque todos conocen mi esencia, y en tantas palabras que escribimos de forma ordenada para obedecer a la cordura, escondimos tú y yo nuestra locura para siempre».

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