Samael

Inicio / de Misterio / Samael

Samael

Por: Estela Escolar Serrano

Era una fría tarde de invierno. La nieve caía mientras el viento golpeaba las ventanas de mi salón. Desde allí se oía gritar de alegría a los niños de mi barrio. Normal, era fin de semana, ¿cómo no iban a salir a la calle y jugar con la esponjosa nieve que cubría las aceras y los jardines? Por un momento pensé en salir y unirme a ellos, pero deseché la idea rápidamente. No quería arriesgarme a caer enferma, ya que eso podía afectar a mi bebé. No quería perderlo y menos aún cuando faltaba poco para su nacimiento. Decidí entonces tumbarme en el sofá, tapada con una manta y leyendo un libro. Al poco tiempo me quedé dormida, o eso supongo, porque no recuerdo nada durante un periodo de un par de horas.

Cuando desperté, me sorprendió no escuchar nada, ni los gritos de los niños de antes, ni los coches. Nada. Ni siquiera al perro del vecino –ese tan pesado que ladra hasta cuando ve una mosca-. Pensé que era un poco extraño, pero no sé, a lo mejor simplemente hacía frío y habían decidido irse todos a casa. Como seguía agotada pensé en acostarme.

A la mañana siguiente me avisó mi alarma de que ya era hora de volver a la normalidad. Esa noche apenas dormí. El bebé estaba más inquieto de lo habitual. Me levanté y, tras pegarme una buena ducha, me asomé al balcón para despedir a los hijos de mis vecinos. Todas las mañanas de diario pasa el autobús escolar a recogerles y yo siempre les deseo que pasen un buen día. Pero para mi sorpresa, nada ocurrió. Ni el autobús pasó ni los niños salieron. Me extrañó muchísimo, pero pensé que a lo mejor tenían día libre por algo.

Antes de ir al médico para una revisión rutinaria, fui al supermercado a comprar algo de comida para la cena de esta noche. La semana anterior concerté con mi familia una reunión en mi casa para celebrar los 7 meses de embarazo. Ya faltaba poco para que naciera mi hijo.

Camino del supermercado iba sumergida en mis pensamientos, por lo que no me di cuenta hasta que llegué de que definitivamente algo malo pasaba. No había nadie en la calle y los coches… o tenían las puertas abiertas o estaban involucrados en siniestros accidentes. El único indicio de actividad humana reciente eran un peluche y algunas zapatillas arrojados al suelo. Parecía que todo el mundo había intentado huir de algo y, o bien lo consiguieron en tiempo récord, o bien algo mucho peor.

Asustada llamé a mi familia mientras corría a la comisaría más cercana. Nadie respondía. Cuando llegué, había casquillos y agujeros de bala por todas partes, pero absolutamente nada de sangre. Empecé a marearme y me senté en el frío suelo. Fue entonces cuando me di cuenta de algo horrible: desde hacía un par de horas mi pequeño no se movía. Nada podía ir ya peor. Pensé que el lugar más seguro era la antigua abadía que se encontraba a tan solo 2 kilómetros de donde me encontraba. Me monté en el coche de policía de la sirena encendida y conduje dirección norte.

Me pareció el mejor lugar de todos para escondernos, porque solamente lo conocíamos mis padres y yo. Además, si no sabías exactamente el camino, era difícil llegar, ya que en un cruce de cuatro caminos, a cierta hora del día, la luz del sol reflejaba en una fuente de la entrada y dejaba ver un quinto camino a través de la maleza. Atravesé el muro de hierba que rodeaba la abadía y dejé el coche en la entrada. Un rayo de esperanza me iluminó el corazón cuando vi el viejo coche de mi padre justo enfrente de la fuente.

Recuerdo que de pequeña mis padres me explicaron que representaba al arcángel Miguel derrotando a Lucifer, pero aquel día el portador de la lanza tenía en la mirada una luz incandescente semejante al sol del atardecer.

Me dije a mí misma que solo eran cosas mías y entré en la abadía. Me sorprendió ver que la luz apenas atravesaba los granates rosetones de las paredes y el techo, sumiendo el habitáculo en un aura oscura digna del atardecer. Tampoco ayudaban los bancos arrojados en las esquinas ni la sangre del antiguo altar de piedra. Avancé entre los escombros y vi un cuerpo tendido en el suelo. El primero que veía en todo el día. Me acerqué a él y le giré, era mi madre. Rompí a llorar. ¿Qué estaba pasando? No entendía nada. Ante mí se entreabrió una puerta.

Me acerqué, armada esta vez con parte de los escombros que cubrían el suelo. Con cada minuto que permanecía en ese lugar parecía que aumentaba la temperatura. Empujé la puerta, pero estaba obstruida por algo. La golpeé varias veces y al fin cedió. Me adentré en la oscuridad y pisé algo crujiente. Me agaché y bajo la tenue luz roja vi el rostro de mi padre. Justo en ese momento, al final del largo pasillo surgió un haz de luz caliente y de tonos anaranjados. Salí de allí corriendo. Cuando llegué a la fuente sentí como si me ardiese el vientre. Grité de dolor y me metí en el agua.

Lo que antes era solo un pequeño rayo de luz incandescente en los ojos de la estatua, era ahora una pesada manta que cubría el ambiente. La tierra empezó a temblar al tiempo que una voz siseaba: “Samael es mío”.

Con un desgarro la estatua cedió de su pedestal y cayó sobre el duro cemento. No podía moverme. El dolor atravesaba mis nervios como si de fuego se tratase. Me fijé en la estatua. En su mano se aferraba un lucero del alba y sobre sus alas caían largas cadenas. Salí de la fuente como pude y me arrastré al coche de mi padre. Fuertes pisadas me seguían al compás de una melodía metálica. Alguien en mi interior se retorcía de dolor y yo no podía evitarlo. Justo cuando mis dedos rozaron la puerta del coche, algo me agarró de los pies y tiró de mí. Me giré y vi cómo su pétreo rostro me mostraba una lengua bífida y cuernos de carnero arrancados. Me sonrió y me golpeó repetidamente con su arma. Entre sollozos susurré: “¿Por qué me haces esto?” La escultura paró y me miró con sus mundanos ojos. Me rodeó con sus alas y me perdí en las tinieblas.

Desperté en mi habitación, asustada, pero a salvo. Rápidamente cogí el móvil y llamé a mis padres.

-¿Hola? –Contestó mi madre.

Rompí a llorar de alegría mientras ella me preguntaba si estaba bien. Me asomé al balcón y despedí a mis vecinos mientras hablaba con mis padres. Todo había sido una pesadilla, nada era real. Observé cada centímetro de mi piel para ver si tenía heridas. Nada. Aliviada, me dirigí a la bañera para darme un baño caliente. Me desnudé y miré mi reflejo en el agua. En él, vi detrás de mí alas con oscuras cadenas metálicas. De repente, algo romo me golpeó la cabeza. Poco a poco perdía el conocimiento mientras una voz siseaba:

– Samael es mío.

Relato corto: Samael
La autora y su relato corto: Samael

Dejar un comentario

Your email address will not be published.

Información básica sobre protección de datos Ver más

  • Responsable El titular del sitio.
  • Finalidad Moderar los comentarios. Responder las consultas.
  • Legitimación Su consentimiento.
  • Destinatarios .
  • Derechos Acceder, rectificar y suprimir los datos.
  • Información Adicional Puede consultar la información detallada en la Política de Privacidad.

Esta web utiliza cookies, puede ver aquí la Política de Cookies