Por. Andrés Sierra Cardalda
Como me habían dicho, el lugar era sin duda impresionante. De entrada, la aldea tenía el aspecto que cualquier persona de ciudad almacenaba en la retina, fruto más de las películas que del contacto real con el medio, pero era así, una típica aldea gallega. Las casas de piedra, los muros bajos, también de piedra, rodeando vastos campos poblados por vacas marrones y, sobre todo, todo verde. Y allí estaba, en el centro, imponente. Ya desde la carretera se apreciaba el enorme promontorio bajo el cual se había edificado la práctica totalidad del núcleo urbano.
Un enorme cartel, que cruzaba la vena principal, daba la bienvenida a la romería. La cantidad de gente que caminaba por las calles daba un aspecto singular al lugar, que en sí no parecía poder albergar a tal cantidad de personas. En lo que duró la vuelta que di por las calles principales, me fijé en que casi todos parecían tener relación con alguna casa. Tuve la impresión de que estaba rodeado de encuentros familiares. Además, cada una de ellas parecía portar una chaqueta de paja con cintas de colores distintos, que los distinguían. Era sorprendente ver tanta vida en un sitio tan alejado; niños corriendo, adultos bebiendo, riendo… Todas las generaciones familiares reunidas alrededor de aquel montículo. Me paré a observarlo un instante. Parecía desafiar algún tipo de ley natural y, sin embargo, mi compañera me había insistido que la mano humana no había obrado en ella más que en su cumbre, para edificar una capilla para rendir culto a la deidad local. Me interesaba conocer a qué santo o santa adorarían, pero no quiso darme detalles, me dijo que no quería “spoilearme”. Hasta el momento, la cosa prometía. Mi colega me había hecho las mieles al hablarme, sobre todo, del ritual de fin de fiesta, que consistía en subir a la capilla del montículo para rendir homenaje a la deidad protectora que los amparaba. Pero lo más interesante era que me había comentado que casi nadie llegaba hasta arriba, ya que la inclinación era tal, que lo más común era acabar cayendo a vueltas hasta la base.
Mientras hacía cálculos mentales, una mano se apoyó en mi hombro. La primera cara amiga del día. Nos dimos un abrazo y me llevó hasta la casa donde se alojaba su familia durante las festividades. Me presentó a tantas personas que ni me esforcé en recordar los nombres, pero me hicieron sentir muy bien recibido. Me sirvieron un té de hierbas locales que, supuestamente, se cultivaban en la cima. Me interesé por este dato, ya que tenía entendido que tan solo se subía una vez cada tres años, pero me informaron que cada año las familias se disputaban, a través de la subida, el derecho a cuidar el jardín de hierbas de la cima. Probé el líquido, que tenía un aspecto negruzco y un sabor extremadamente amargo. No pude evitar un gesto de desagrado, atenuado por el pudor que me daba resultar desagradecido, pero eso tan solo provocó las risas de los presentes.
Me sentía un poco raro en medio con mi camisa de flores hawaianas, pero me habían comentado que las chaquetas de paja no se podían prestar ni comprar, ya que eran una herencia familiar, pero que no servían para nada más que para darle a la festividad un aspecto distintivo. Aun así, me quedé con las ganas de ponerme una y pasar desapercibido.
Fuimos a dar una vuelta y me sentí un poco mejor, por lo menos había un par de invitados por familia, al menos hasta donde pude ver, no era el único. Saludé con la cabeza a un par de foráneos. Lo de no llevar la chaqueta facilitaba la tarea de reconocernos.
La tarde transcurrió entre copiosas comidas y mucha bebida. Intenté sonsacarles algún dato más, pero parecía que los más jóvenes no estaban tan informados como los ancianos, y éstos no me dirigían la palabra más que para decirme que comiese o que bebiese más. Así que bebí más té y comencé a apreciar ese sabor tan característico.
Un rato antes de que empezase a anochecer se empezó a escuchar por las calles el rumor de un cántico, al cual se unieron todos los miembros de la familia de mi amiga, y ella incluida. Me llevaron hasta el muro que rodeaba al «campo do Iño», que así es como llamaban a aquel recinto, a aquel pilar ciclópeo. Desde cerca parecía menos empinado de lo que me había considerado al principio. Del otro lado del muro me llamaron por mi nombre y me hicieron señas para que me acercase al pequeño grupo familiar. En toda la circunferencia de la finca se agolpaban personas, tanto con las chaquetas de paja como con los atuendos mundanos de los foráneos.
Se hizo el silencio y, de la cima, se elevó un rugido como de cuerno. Sonó dos veces y nadie se movió. A la tercera, que fue mucho más larga, todos salieron corriendo disparados para comenzar la subida. Me quedé un poco rezagado, igual que otros tantos invitados, que nos miramos un poco confusos.
No tardé mucho en decidirme y comenzar a escalar la empinada pendiente, imbuido por el espíritu de la romería. Había partes en las que la hierba ya había sido arrancada de cuajo y, apenas había subido unos metros cuando, a mi derecha, pasó un hombre gritando y pataleando. Se había resbalado y había caído dando vueltas a lo loco. Me asustó sobremanera la imagen de semejante caída, pero al instante todos los que no se habían atrevido a hacer la subida lo vitorearon enérgicamente. Miré abajo y vi al hombre sonriendo, levantándose y ya con un vaso de vino en la mano.
A medida que continuaba con la subida, más y más personas caían y se quedaban en el muro, observando al resto. Hasta donde me alcanzaba la vista, ningún foráneo había perdido el equilibrio lo suficiente como para caer y llegamos no sin dificultad hasta los últimos metros de hierba. Alguno ya subía por los empinados escalones hacia la capilla. Descansé un instante y conseguí sobrepasar la última etapa de hierba. Me puse en pie, aunque agachado, y distinguí por el rabillo una figura de paja que estaba a mi izquierda, a unos cuantos metros por debajo. Me giré justo para ver como claramente se soltaba, dejándose caer, lo cual me dio tanta impresión que pegué el cuerpo al suelo y continué, mosqueado, subiendo las escaleras. Aquí por lo menos había puntos de apoyo para agarrarse. Fue a la mitad de las escaleras cuando pensé en cuál sería la forma idónea de bajar, ya que no parecía haber ningún lado con menor pendiente.
Cuando alcancé la cima, una pequeña capilla hecha enteramente de madera presidía y ocupaba la totalidad del espacio edificable. De su interior provenía un murmullo de voces. Entré, había gente sentada y gente de pie, pero lo que más me llamó la atención fue que no vi ninguna chaqueta de paja, todos parecíamos ser foráneos.
Por mi espalda, que había sido el último en llegar, aparecieron un joven y una anciana, calva, con horribles cicatrices como de quemaduras, y demasiado mayor, pensé, para haber subido la pendiente por su cuenta, incluso con la ayuda del chaval. El joven nos hizo avanzar hasta sentarnos en unos bancos de madera, y justo después se fue por la puerta y la cerró con dos golpes secos que me helaron la sangre. La señora alcanzó un ramillete de hierbas y lo prendió con el fuego de una vela, luego recorrió el pasillo central y los lados, asegurándose de que el humo nos llegaba bien a todos. Al inhalar aquello, que me recordaba al amargor del té, comencé a sentir las piernas entumecidas, las manos se me agarrotaron y una rigidez arbórea me recorrió el espinazo, impidiéndome mover más que los ojos.
La señora alzó los brazos y dijo: «Oh, madre, acepta nuestra carne y nutre el sagrado jardín con sus cenizas. Muéstranos, ¡muéstranos!». Y con el ramillete de hierbas prendió fuego a la paja de los laterales de la capilla y, una vez hecho, volvió a subir al estrado, nos miró y se prendió fuego a las prendas.
Me desperté con un el cuerpo vendado en su totalidad y la voz de mi amiga, emocionada, que me decía: «salve, Iño», mientras me agarraba con fuerza la mano y un clamor sordo se extendía sin fin hasta que perdí el conocimiento.
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