La Daga

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La Daga

Por: José Luis Chaparro

El anzuelo quedó clavado en el fondo del lago. Cuando conseguí sacarlo del agua, un envoltorio pendía de él. Desde luego, no era la famosa Daga de Topkapi. La empuñadura no era de oro ni estaba adornada con esmeraldas colombianas y diamantes. Lo supe en cuanto la vi, tras deshacer la atadura y desenvolver la gruesa tela que la envolvía. Sin embargo, al extraerla de la vaina, no tuve ninguna duda de que se trataba de una pieza antigua y, con toda seguridad, muy valiosa.

Después de observarla fascinado, tuve la extraña sensación de no ser la primera vez que la veía. Palidecí al descubrir las dos letras grabadas en la hoja, junto a la guarda: «F. J.». Frank James. Mi propio nombre, el de mi padre, el de mi abuelo… En realidad, el mismo nombre de todos los primogénitos varones de la familia.

Aquel lago, la vieja mansión y todo el vasto territorio alrededor, eran de propiedad familiar. Mi abuelo fue el artífice de aquella gran fortuna. A pesar de que seguía con vida, se encontraba en estado vegetativo persistente y permanecía gran parte del día, inmóvil en su silla de ruedas, sentado frente a la ventana del salón, desde donde podía contemplar un viejo roble enfermo, con el lago de fondo. Varias veces pensé en talar aquel roble que cada vez parecía más inclinado. Si no lo hice, fue por no privar al abuelo de lo único que miraban sus ojos. Fue la incapacidad que le ocasionó aquel accidente y las pocas posibilidades de sobrevivir a sus secuelas, lo que provocó que mi padre heredase todos los bienes que ahora me pertenecían desde su muerte. Me propuse averiguar quién arrojó al fondo del lago aquella daga y qué motivo le indujo a tomar esa decisión.

La mansión disponía de una extensa biblioteca, un archivo cronológico de fotografías y una gran colección de dibujos y óleos de nuestros antepasados.

No me resultó difícil encontrarla. Aparecía en un retrato al óleo de mi tatarabuelo, fechado en el año 1810. La daga colgaba de una de las paredes del salón principal e incluso podía verse en varias fotografías posteriores a esa fecha. La más reciente tenía una antigüedad aproximada de treinta años. En ella posaban mis abuelos junto a mis padres conmigo delante, siendo aún un niño. En las posteriores, un cuadro ocupaba el lugar de la daga que no volvía a aparecer. También hallé varias cartas antiguas en las que mi madre, que se comunicaba con mi padre ausente por negocios, se sinceraba con él y le contaba sus malas experiencias con mi abuelo ya que, al parecer, nunca la aceptó como parte de la familia.

Aunque siempre se mostró reticente, en alguna ocasión, mi padre me habló de aquella fotografía. Solía decir que le traía malos recuerdos: «Fue la última que nos hicimos todos juntos». Poco después, mi madre, a pesar de que siempre declaró amarnos a mi padre y a mí, desapareció de repente y nunca volvimos a saber de ella. También, por aquel entonces, el abuelo sufrió el accidente que pudo costarle la vida y que lo dejó en su actual estado, y unos pocos días más tarde falleció la abuela a causa de una dolencia repentina.

Parecía encontrarme en un callejón sin salida. El único que podía aportar alguna luz sobre el misterio de la daga era mi abuelo, pero su estado no se lo permitía. Cada dos semanas, recibía la visita de un doctor y pensé que quizá pudiera aportarme alguna información sobre el asunto, por la estrecha relación que siempre mantuvo con nuestra familia. Lo que logré averiguar me dejó estupefacto:

—¿Sabe usted algo de esta daga? —Le pregunté mientras se la mostraba.

—Era una de las joyas preferidas de tu abuelo. Siempre estuvo ahí, —dijo señalando hacia la pared del salón— hasta que alguien decidió retirarla.

—Apenas llegué a tratar a mi abuelo, excepto cuando era niño. Después, imagino que usted sabrá que estudié durante años en un internado, ya que mi padre debía cuidar de mi abuelo —dije señalando hacia él, que permanecía frente a la ventana.

—Tu abuelo siempre fue una persona violenta. Ahora es inofensivo, pero era un hombre egoísta y autoritario e incluso rozaba la crueldad con sus trabajadores. Tal vez no debería decirlo, pero así pudo fraguar la fortuna que heredaste. Tu abuela lo sobrellevaba como podía y tu padre nunca se atrevió a contradecirle. Solo tu madre supo hacerle frente. Estaba obsesionado con la idea de que ella estaba con tu padre solo por dinero. ¿Ves aquel árbol? —dijo señalando al roble inclinado—. Era el lugar favorito de tu madre. Bajo su sombra pasó muchas horas de lectura. No era feliz. Supongo que por ese motivo decidió poner tierra de por medio.

El doctor me revelaba secretos de mi familia que me eran desconocidos. Me mostré interesado en que siguiera hablando:

—Desde entonces, la tragedia se cernió sobre tu familia: tu abuelo enfermó. Tu abuela lo encontró inconsciente junto al roble. Ella murió unos días después y tu padre debió hacerse cargo de todo. Tu abuela tenía una salud de hierro, hasta el día de lo de tu abuelo. Desde entonces cayó en una depresión, su corazón comenzó a fallar y en unos días dejó de funcionar.

—En cuanto al abuelo… ¿Hay alguna posibilidad de que pueda mejorar?

—Se han descrito casos aislados de mejoría de algún grado. Sin embargo, la recuperación obtenida es siempre mínima, y persiste una gran afectación de la conciencia. Mantienen de forma espontánea las constantes y funciones vitales, pero carecen de actividad voluntaria. De hecho, se califica como estado vegetativo permanente cuando se establece un pronóstico de irreversibilidad.

El doctor se marchó dejándome sumido en una gran incertidumbre. Era el heredero de todos los bienes familiares, pero no imaginaba mi vida disfrutando de una fortuna conseguida con el sufrimiento de otros.

Tal vez solo se tratara de un cúmulo de casualidades o quizá no fuera más que el destino. A veces, ignoro todo cuanto se encuentra a mi alrededor y pienso en aquel día.

Mi abuelo se encontraba, como siempre, frente a la ventana, cuando me acerqué a él con la daga en la mano. Desvió su mirada hacia ella, levantó su brazo derecho con lentitud, señaló hacia el roble y comenzó a llorar. En un gesto instintivo, miré hacia el roble y vi cómo lentamente se derrumbaba, hasta dejar a la vista sus raíces. Cuando volví a mirar a mi abuelo, su brazo se había desplomado. Su cabeza reposaba sobre uno de sus hombros. Su corazón había dejado de latir. Por fin podía descansar.

Informé al doctor y él se encargó de todos los trámites funerarios. Pensé que con la muerte de mi abuelo me sería imposible averiguar lo que me había propuesto. No podía estar más equivocado.

El responsable de los operarios encargados de retirar los restos del roble caído, se presentó en la casa. No quiso decirme el motivo por el que debía acompañarle. Lo supe en cuanto vi el bulto que encontraron bajo tierra junto a las raíces del roble. Unos días después mis sospechas se vieron confirmadas: eran los restos de mi madre. Según los forenses, murió por una herida de arma blanca que le atravesó el corazón.

Entonces tomé la decisión más importante de mi vida: mientras las llamas devoraban aquella maldita mansión, envolví la daga en el trozo de tela, la até del mismo modo que la encontré y la devolví a las aguas del lago. Al lugar donde había permanecido los últimos treinta años.

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