Historia sin Retorno

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Historia sin Retorno

Por: Selena Camarzana

A Verónica le encantaban las historias, y si eran de fantasmas o misterio, más.

En cuanto se enteró de ese rumor, corrió a contármelo. Sabía que yo la seguiría a muerte.

Pero esta vez… todo parecía, cómo decirlo, muy cliché. El pueblo alejado, la casa abandonada, las desapariciones.

De todas formas, hice mi tarea de investigación. Cuando a Verónica se le ponía algo en la cabeza, solo con hechos se la podía disuadir. Pero no había nada. No existían, ni datos, ni información, ni noticias de desapariciones de personas, ni casa perdida en el bosque, ni pueblo. Nada.

Al compartir con ella todo mi trabajo, creí que Verónica renunciaría a esa locura. Qué equivocada estaba.

Nuestra relación marchaba como siempre, entre risas y silencios.

Pasaba el tiempo, sin ninguna novedad. Hasta que un día, Verónica vino exultante, se le atragantaban las palabras en la garganta. Cuando logré que se calmara, comenzó a explicarme.

No era un pueblo, era una aldea, por eso no figuraba en ninguna parte. Solo vivían en ella un matrimonio octogenario. Según sus descubrimientos, los demás habitantes desaparecieron misteriosamente. Quise explicarle que en esas aldeas, la gente se va, no desaparece. Es normal en el país, se llama despoblación.

—»Qué no. Esto es distinto. Me tienes que acompañar”

Y me mostró el GPS, con la localización, su maleta, y esos ojos dispuestos a descubrir los mayores secretos.

No recuerdo cómo terminé en el coche, Verónica siempre lo conseguía.

Llegamos a la aldea cuando comenzaba a caer la noche. Era realmente bonita, había unas siete casitas, y aunque sin gente, todas estaban en buenas condiciones. Localizamos al matrimonio, muy amables ellos, muy mayores. No dejaba de preguntarme cómo era que vivían allí, el poblado más cercano estaba a unos 65 km, por una carretera, no muy segura por cierto. Estaban muy grandes para conducir, por lo que todo se lo proveían ellos. Un pequeño huerto, unas cabras, unas gallinas.

Mi cabeza no dejaba de hacerse preguntas, pero la ansiedad de Verónica solo era por la casa del bosque, y esas historias. Ella no podía pensar en nada más.

Ninguna respuesta. Los amables viejitos no nos contaron nada. Es más, con dulces palabras y gestos, no invitaron a que nos fuéramos, pero no solo de su casa, sino de la aldea.

Verónica conducía. La noche estaba cerrando el camino. Yo pensaba dónde dormiríamos, si en el poblado habría algún lugar donde descansar. Pero Verónica no tomó la carretera por donde llegamos, se adentraba por un camino oscuro, por el bosque, con la mirada extraviada.

—Verónica ¿a dónde vamos? Busquemos dónde dormir, estoy cansada y tengo hambre.

Mañana seguimos.

—No. Aquí hay algo más. Ellos nos mintieron. ¿Acaso no te has dado cuenta?

Era el reproche que usaba a menudo. Permanecí en silencio. Sí me había dado cuenta.

Detuvo el motor. Tomó aire, y dijo:

—Vamos caminando, es ahí.

Bajó, e iluminó con el móvil. Instintivamente la seguí. La oscuridad nos envolvía. Y el silencio.

Verónica caminaba muy segura de sus pasos, como si conociera el camino de memoria. Yo iba dando tropiezos, y sinceramente, estaba inquieta, no me gustaba todo eso.

Verónica se detuvo bruscamente, tanto que casi la llevo por delante.

Es que ante nosotras se alzaban esos muros imponentes. Miramos muy atentas la casa abandonada.

No eran inexplicables las pocas historias que habíamos escuchado. Su aspecto derruido, la sombra del único árbol que seguía en pie, el ruido del viento en el tejado. Todo su aspecto era inquietante.

Y nosotras, allí. Verónica con esa alegría extraña que tenía cada vez que creía estar haciendo algo prohibido. Yo, sabiendo que no era buena idea.

Sin pensarlo, Verónica se fue acercando a la casa. Me desafiaba a seguirla. Se burlaba de mis temores. A mí, ese lugar me daba mala espina. Quería marcharme.

El frío era cada vez más intenso. Verónica se alejaba en dirección a la casa, y su silueta se perdía en la oscuridad. No podía distinguirla. La llamé. Una vez. Dos. Tres. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Volví a pronunciar su nombre. Nada.

Desesperada corrí. Gritaba, lloraba. Estaba asustada. Verónica no respondía.

Entonces entré en la casa. Mi mirada recayó en ese espejo inmenso que ocupaba una pared. No debí hacerlo, no debimos hacerlo.

Allí dentro estaba Verónica, con muchos otros. Los que habían desaparecido. De los que nadie hablaba.

Pero ya era tarde. Todo ocurrió muy rápidamente. Un vacío, la succión y no poder salir. Ni gritar.

Nosotras también estábamos atrapadas. Desaparecidas en una casa, de una aldea, de un poblado del que nadie hablaba, ni hablaría jamás. Tampoco los ancianos que vivían allí cerca. Ellos sólo querían que nos fuéramos.

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