El Suicidio

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El Suicidio

Por: David

Amanda Peñafiel era una oficial de policía delgada, temperamental y huraña. Absorta en sus pensamientos, escrutaba ojo avizor la cocina examinando las evidencias: la nevera entreabierta, el grifo de la pica goteando y las huellas en el suelo. Una vez concluidas sus pesquisas, emitió un prolongado bufido de resignación y abrió la portezuela para que saliera un gato, que no cejaba de maullar entre los restos de comida. Compadeció tan ejemplar mansedumbre porque fuera llovía a cántaros. Luego, dando rienda suelta a sus indagaciones y tratando de hilvanar el curso de los acontecimientos del enrevesado caso, centró su atención en el cadáver que yacía boca abajo sobre la alfombra, ya rígido. Aún no desprendía hedor, sino el habitual aroma de perfume masculino. Aguardaba. La atmósfera estaba cargada de un tenso silencio que se prolongó durante interminables minutos, en tanto Amanda se mantenía a la expectativa. La sirena de una ambulancia sonó en la distancia. Al cabo de unos instantes entró una pareja de sanitarios. Poco después apareció un veterano forense intercambiando un saludo y se enfundó unos guantes de látex antes de iniciar sus diligencias con la pericia de un experto anotando sus impresiones en una libreta bastante raída. Al rato llegó el juez, malhumorado por lo intempestivo de la hora, por el tráfico y el persistente aguacero. Todos se imaginaban la noche de perros que les aguardaba, cuando de repente un avispado policía encontró una nota y tras un vistazo exclamó dirigiéndose a su jefa:

— Parece un suicidio, inspectora. Apostaría que a resultas de una trifulca entre enamorados.

La oficial cogió el papel, se apresuró a leerlo con avidez. A juzgar por los indicios, se deducía que aquella carta de despedida era el fruto de un desamor. Se hizo el silencio, pese a las gotas de lluvia que repiqueteaban en el alféizar de las ventanas. No pudo evitar leer en voz alta la última línea:

— “Te quiero, pero sabes que así no puedo vivir ni un día más”. Excelente deducción, Mateo. Descartaremos el crimen pasional por falta de móvil.

En un primer examen el forense no apreció signos de violencia ni marca alguna que pudiera delatar la causa de la muerte. A la espera de los resultados de una autopsia rigurosa que practicaría más tarde y en la que se basaría para redactar su protocolario informe oficial, conjeturó que la hipótesis más plausible de la defunción era un fallo cardíaco provocado sin duda por la ingesta de alguna droga, la plaga que azota a la sociedad actual. Casi enseguida el juez procedió a ordenar el levantamiento de cadáver.

Entre ambos sanitarios se llevaron el cuerpo a la morgue. Poco a poco los policías fueron recogiendo sus cosas y se marcharon a toda prisa para no mojarse. La inspectora fue la última en salir. Tras verificar que se hallaba sola, se permitió una discreta sonrisa, luego bajó las persianas y corrió las cortinas con delicadeza, como tantas veces había hecho con anterioridad. Acto seguido apagó las luces, sacó las llaves del bolso y cerró la puerta. De pronto, el gato maulló mansamente a la par que se frotaba contra su pierna arqueando el lomo para exigir un arrumaco. Ella lo acarició con la mano para espetarle:

— Lo siento, Cleopatra. Pero por fin podremos vivir tranquilas.

Entonces con pasos firmes se encaminó hacia el coche-patrulla, subió a bordo y encendió las luces estroboscópicas antes de partir hacia la comisaría.

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