El Siniestro Caso de Nicolás Casarrojo

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El Siniestro Caso de Nicolás Casarrojo

Por: Ignacio Vázquez

Relato corto de misterio: el siniestro caso de Nicolás Casarrojo

¡Qué duda cabe que coincidimos plenamente!

Resulta sencillo, cuando no evidente, constatar que la característica principal de un individuo es la bondad, la tacañería o el egoísmo. Lo mismo cabe señalar de una mujer, que se nos aparecerá ente todo hermosa, soñadora o altiva.

No obstante, Nicolás Casarrojo, al que ustedes tal vez hayan visto pasar en alguna ocasión, como si pasease de perfil, o incluso puede que algunos hasta conozcan personalmente, carece de atributos esenciales que definan su personalidad.

Nada en su físico permite afirmar que se trate de un hombre bondadoso, ruin, atemorizado o egoísta. Los que le conocemos algo más que de vista, podemos asegurar que tampoco su personalidad indica ninguna de esas características.

Se trata, como les decía, de un hombre que camina de perfil, asomándose de reojo al mundo. Es, en definitiva, un hombre siniestro y, por tanto, al carecer de rasgos propios, esencialmente inquietante.

Me dirán que ésta entonces es su principal faceta, pero convengan conmigo que —como ya demostrara el insigne Faroni— ser siniestro no puede considerarse nunca como un rasgo de la persona, sino tan solo como uno de los atributos de sus características esenciales.

Se trata, en efecto, de un hombre inquietante que se desliza por la vida rozando sus paredes. No deja rastro alguno. Se diría que tan pronto está, como no está; que aparece y desaparece a su antojo, como burlándose, si tal le permitiera su escurridizo carácter, tanto de las leyes físicas como sobre todo de las sociales.

«—Dónde irá Casarrojo—», me he preguntado en más de una ocasión, al verle pasar por alguna callejuela especialmente oscura, sobresaltándome al cruzármelo de nuevo al doblar la esquina siguiente. También ustedes se han sorprendido en más de una vez cuando desde aquí le han visto pasar calle abajo y descubrirle al momento leyendo la prensa en una de las mesas del fondo.

Equivocaciones sin importancia, me dirán ustedes. Es fácil, en efecto, confundirle con otras que, como él, visten las mismas ropas grises.

Déjenme, sin embargo, que les cuente un episodio que les haga reconsiderar estas explicaciones tan sencillas.

El caso ha sido publicado por El Correo Vespertino, en un artículo que sin duda recordarán ustedes. Se trataba, no obstante, de una información necesariamente parcial al carecer nuestro buen amigo Gil, aquí presente, de ciertas informaciones que, por uno de esos azares de la vida, habían llegado anteriormente a mis manos. El artículo, brillante como todos los que firma Gil, es el de la edición de la semana pasada. Tal vez quiera usted —querido Gil— refrescarnos la memoria. Si no es así, permítame al menos que recuerde a la tertulia de qué se trataba.

Relataba nuestro ilustre fígaro la apertura, hace diez días, de la temporada del Ateneo de Madrid. El salón de plenos estaba atiborrado de socios e ilustres invitados. El acto había reunido a la intelectualidad madrileña y a los dirigentes de las principales fueras políticas. Se juntaban en las primeras filas Ortega, Maeztu y el joven García Lorca, con Besteiro, Alcalá-Zamora y Lerroux. Presidía, como siempre, Azaña. El acto consistía en una conferencia doble. Por una parte, la vertiente científica: Madame Curie explicando las nuevas posibilidades de su asombroso descubrimiento, el radio, que altera cuanto sabíamos hasta ahora de las propiedades de la materia; por otra parte, el lado político, Monsieur Kerleroux, defendiendo el proyecto de una Confederación Republicana de Estados Europeos. La polémica, como ven, estaba asegurada, tal y como nos relata con todo lujo de detalles nuestro fiel cronista, y que, para no cansar a todos ustedes, no repetiré ahora.

Lo que me interesa, sin embargo, es señalar un detalle curioso. Algunos de ustedes quizá hubiesen oído hablar antes de ese activista francés que proclama la unidad de los pueblos de Europa, una vez liberados de las cadenas monárquicas. Seguramente, ninguno ha visto todavía un retrato suyo. Tal vez era también mi caso. Ayer recibí este último número de La Esfera donde aparece un reportaje gráfico del acto. Vean aquí, a la derecha de Azaña. Este perfil que mira de reojo. es Monsieur Kerleroux. Aparte del asombroso parecido físico, traduzcan ustedes ese nombre al castellano, y tendrán a nuestro Nicolás Casarrojo.

Una coincidencia más, me dirán ustedes. Casarrojo estaba aquí, y no en Madrid, hace diez días. Sea, si no fuera porque esta fotografía confirma mis sospechas, surgidas a raíz de otra coincidencia, mucho más terrible e inquietante, y cuyas pruebas irrefutables estaré en condiciones de exponer ante ustedes más pronto que tarde. Comprobarán entonces que Casarrojo y Kerleroux son la misma persona. Tan pronto está con nosotros como en cualquier lugar del mundo. Quién sabe si aprovechándose de las nuevas propiedades de la materia, apenas recién vislumbradas por Madame Curie, y quizás ya dominadas por el siniestro Casarrojo, o como quiera que en verdad se llame, consigue participar al mismo tiempo en los exaltados debates madrileños, conspirar en los despachos de Moscú o, como está haciendo ahora mismo, tomar un café en una de las mesas del fondo, mientras hace como que hojea una gaceta.

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