El Reloj de Arena

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El Reloj de Arena

Por Candela Garco Roser

Lo volví a escuchar, el reloj.
Un sonido tan intenso que sentía que mis tímpanos reventaban. Estaba fatigada de tanto correr, pero cada vez me acercaba más, lo iba a conseguir, iba a encontrar el reloj de arena. De repente, se paró. Los últimos granos de arena terminaron de retumbar en mis oídos.

“Mierda, estaba tan cerca” pensé.

Escucho ese sonido desde que tengo memoria y he intentado encontrar su origen varias veces, y esta ocasión me había parado frente a una casa que, en vez de mirilla, tenía una pequeña ventana. No sé quiénes serían los dueños, pero debían de ser bastante estrafalarios.

Es una casa tan baja, que mediría poco más de 1,65 metros. Unas paredes blancas, que cada vez parece más un marrón grisáceo, y cada esquina, cada vértice de la casa, tiene unas humedades que, por mucho que contrates a un profesional, dudo mucho que se quiten. Aparte el tejado, si es que así se lo puede llamar, apenas tiene inclinación, y está lleno de irregularidades, por lo que cuando llueve, siempre puedes ver charcos de agua en éste. La verja está oxidada de principio a fin, y su precioso color azulado de antes, ahora es un marrón rojizo.

Lo más curioso de esta casa, es que a pesar de todas estas malas cualidades, parece hasta acogedora, quizás porque lo que no tiene de altura, lo tiene de ancho. La casa estaba ubicada en medio de una urbanización, pareciendo que todas las casas habían sido construidas a su alrededor, dejándola sin oxígeno.

De pequeña, siempre quise pasar, tenía una fantasía de que, en su interior, habría un bosque secreto con hadas y duendes, y a pesar de esta curiosidad que me entraba por pasar, me daba mucho pavor, por lo mal cuidada que está, así que nunca me atreví a llamar al timbre.

Pero hoy, ese miedo se había ido, porque sabía que el misterioso sonido pertenecía a esa casa.

Así que, sin ningún temor, procedí a arrastrar la valla, y pasar por el estrecho camino que conduce hasta la puerta. Una vez ahí, observé por la ventana, y no vi absolutamente nada, sólo negro. Y eso ocurría con todas las ventanas, no únicamente con la de la puerta.

Si bien antes había dicho que no tenía ya miedo, me equivoqué, sí tengo, pero a pesar de eso, llamé al timbre, y…

Nadie contestó, por lo que mis sospechas de que no existía nadie que cuidara esa casa, se confirmaron, y por alguna razón que desconozco, me decepcioné.

Tras cinco eternos y aburridos minutos de espera frente a la casa, me fijé que la puerta estaba entreabierta, y me sentí como una idiota, por no haberme fijado en algo tan obvio, pero aun así, pasé dentro de la casa.

El pasillo era más estrecho y luminoso de lo que esperaba, pero, de esto no puedo dar muchos detalles, debido a que mi mirada se centró en el final del pasillo, que a pesar de la cantidad de luz que había a lo largo de éste, el final era tenebroso y oscuro.

Me dirigí hacia el final casi corriendo, y, lo vi. Un gigantesco reloj de arena, pero, más que respuestas, había preguntas, ¿Cómo podrían darle la vuelta para que siguiera sonando? ¿Por qué lo escuchaba tan vívidamente, si esa casa estaba muy alejada de la mía? Y creo que la más importante, ¿Quién le daba la vuelta?

Esa duda pronto sería resuelta, un hombre de unos 50 años, pelo fosco, y de baja forma física, apareció de detrás del reloj se abalanzó sobre mí.

“¡AYUDA!” grité a duras penas.

Pero mi voz estaba ronca, casi sin sonido, quizás porque ya no estaba en la casa, sino en un hospital.

Mi madre estaba a mi izquierda, a su lado, mi padre y mi hermano pequeño. A mi derecha tenía un médico y su ayudante.

“Felicidades familia Rosón, ella ha conseguido superar el coma de cinco años, sobrepasando todas nuestras previsiones” eso dijo el médico. No entendía nada, mi familia llorando, y yo, solo quería saber de dónde venía el reloj de arena. Pero no me hizo falta preguntar, estaba justo en mi mesilla del hospital.

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