Por: Américo Fojo
Hoy, justo en el momento de llegar a mi casa, me vi salir. Intrigado, decidí seguirme. Cómo no iba a hacerlo si llevaba puestas mis zapatillas Nike nuevas y mi mejor camisa, la que compré la semana pasada. Además, me llamó la atención mi caminar rápido, muy decidido, como si tuviera algo urgente que hacer o llegara tarde a una cita importante.
Traté de no perderme de vista pero al mismo tiempo no quería verme perseguido, así que me dejé adelantar unos metros y continué el seguimiento, lo más disimulado posible. Al llegar a la avenida, me vi haciendo cosas inusuales: crucé por la mitad de la calzada, a la carrera, en diagonal, entre las maldiciones de los taxistas y el bocinazo de un bus; luego, en la primera calle, giré hacia el mercadillo y es extraño, porque yo ya no acostumbro caminar por esos lares. Estoy harto de esos pícaros, vestidos de hippies, que se hacen pasar por artesanos y se aprovechan de la multitud de turistas que se arremolinan entre los puestos. También de las walkirias de pecho generoso, acompañadas de señores calvos calzados con sandalias y calcetines refulgentes que, cuando caminan, parece que van espantando palomas blancas, así como de los vendedores de cara pétrea que, susurrando con voz ronca y gesto cómplice, ofrecen “antigüedades” fabulosas.
Perdí tiempo cruzando cada calle por las líneas blancas de las esquinas y tuve que apurar el paso para no perderme de vista. Justo a tiempo, llegué a verme saludar amistosamente a un personaje que me dejó desconcertado: un hombre muy alto, moreno, muy muy oscuro, con un gorro tejido del que se escapaba una gruesa trenza negra. Pantalones bermuda rojos y una especie de camisa larga o túnica corta decorada en una profusión alucinante de amarillos, verdes y negros; los mismos colores que la gran cantidad de collares, pulseras y ajorcas en el tobillo. Pero lo más llamativo en él fue el tatuaje que le cruzaba la cara, desde la sien hasta la comisura de los labios: un dibujo maorí en negro intenso, quizás una flecha o un rayo flamígero que le daba un aspecto pavoroso.
También me sorprendió la familiaridad con que nos saludábamos, no con un simple apretón de manos sino con una serie de gestos y palmoteos que repetíamos coordinadamente, es decir que ambos conocíamos la coreografía de ese complicado saludo. Luego, en animada charla, como grandes amigos, salimos del mercado y giramos por una calle lateral hacia el barrio antiguo.
Los seguí, muy intrigado, hacia la vieja recova de ladrillos, intentando no ser descubierto. Corrí y cuando llegué a la esquina ya no me vi más.
Desesperado, fui recorriendo los bares, locales y portales por si hubiéramos entrado en alguno, pero fue en vano. Recorrí el camino varias veces pero nada: habíamos desaparecido.
En ese momento sentí en mi cara un pinchazo y un dolor agudo, como si me hubiese picado una avispa o una abeja. Me llevé la mano a la mejilla para alejar al bicho, pero no lo encontré; miré extrañado la palma de mi mano: tenía manchas de sangre.
El dolor agudo continuaba y preocupado, traté de buscar un espejo para ver la herida o la picadura o lo que fuera, hasta que, nervioso, pude ver mi imagen en el cristal de una tienda. Allí sí que me espanté: una gran mancha oscura se iba extendiendo por mi mejilla. No quería tocarme y sentí que mis rodillas se doblaban. Estaba acongojado.
Caminé dando tumbos y en ese momento me vi: detrás del sucio cristal de un escaparate de la recova, allí estaba, sentado en un sillón de peluquero mientras el extraño personaje, muy concentrado, tatuaba en mi cara, con unas grandes agujas plateadas, el mismo dibujo maorí que a él le cruzaba la suya.
Me volví loco, exasperado y enfurecido entré en el local y empecé a gritarme:
– Pero idiota, ¿qué me estás haciendo? ¿cómo voy a ir mañana al trabajo con la cara así? Soy funcionario de la Bolsa de Comercio, llevo camisa blanca, corbata y chaqueta negra. ¡¡por este tatuaje me van a despedir o, en el mejor de los casos, me van a mandar a sacar fotocopias al sótano!!
Ante este ataque verbal, no reaccioné mal ni siquiera me contesté nada, solamente me levanté del sillón sonriendo satisfecho y me dije:
– ¿Sabes cuándo hace que yo quería hacerme este tatuaje y no me animaba? Oye, págale al moreno, que yo no traje dinero y vámonos para casa.
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