Hambre y Ruina

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Hambre y Ruina

Por: Marco de la Cruz.

Las caras se encontraban semiocultas por el ligero embozo en el que se hallaba. La luna que entraba a través del fino cortinaje de la ventana apenas llegaba para iluminar un rincón del cuarto, y en aquella penumbra, una apenas podía intuir sus facciones. Sólo de vez en cuando, un susurro de sus rechonchas caritas contra la basta tela dibujaba en la mente, con la nitidez de un flash de cámara en la oscuridad, todos sus rasgos, cincelados como estaban en su memoria, tal y como sólo pueden estar grabados en una madre. Junto a sus rasgos en su mente bailoteaban en una verbena sensorial el olor de la piel caliente blandita y rebosante de vida, el sabor agrío del sudor de su pelo impregnado en su boca, el sonido de sus gorjeos cuando encuentran su pezón.

Un ruido en la oscuridad de la calle atrajo su atención de inmediato. Desde que la gente se había retirado de las calles, el mundo se había vuelto más peligroso aún, y ella no conseguía estar en calma ni en la cálida habitación; en ese agosto que transcurría lánguido, avanzando por el calendario con la lentitud parsimoniosa y pegajosa de la melaza.

Se mantuvo alerta por un rato, hasta cerciorarse de que no había nadie en la calle. Esa noche había estado lloviendo, pero ya hacía rato que todo estaba en calma. Desde que los hombres se habían retirado del mundo, los animales habían ido tomando las calles de las ciudades, primero con el atrevimiento furtivo de un niño haciendo una travesura y posteriormente con la audacia de un adolescente en sus primeras aventuras en un mundo adulto. Ahora, después de dos años, ni siquiera los animales se atrevían a moverse libremente si no era en el refugio ilusorio de la noche. El mundo se había vuelto muy peligroso y hostil, salvo para los árboles y las flores, y todo ser viviente caminaba sobre un alambre muy fino tratando de subsistir y no morir. En este mundo, tener descendencia podría ser una locura, pero la vida tiende a abrirse paso incluso a pesar de uno mismo.

Con un último vistazo al lugar donde dormían sus pequeños, se puso en marcha. Hacía ya varios días que no comía y ya no le subía la leche. Necesitaba encontrar alimento y ya había inspeccionado casi todos los bloques de los alrededores. Pronto debería marcharse a otra zona, por lo que su labor esa noche era doble: procurarse alimento y explorar el próximo paso a dar en su camino.

Tras dejar atrás la puerta de entrada del local en el que se encontraba, miró a derecha e izquierda de la calle. Aceras rotas por las que la naturaleza, rabiosa y salvaje, estaba retomando el control de las calles. Las calles aún se podían transitar sorteando los coches aparcados y destrozados en los sucesivos saqueos de los pocos humanos que habían ido sobreviviendo a la gran tragedia.

Al final se decidió por ir hacia la derecha, acercándose al lugar donde había escuchado el ruido. No parecía haber sido provocado por algo muy grande y la perspectiva de una rata en buen estado le hacía salivar. Hacía tiempo que no había comido nada que no estuviera semipodrido o mordisqueado por otros, y una rata le daría energías para los próximos días, un gran festín para su castigado estómago.

El ruido había sonado cerca de los contenedores oxidados del fondo de la calle. Éstos habían sido examinados varias veces por ella misma y no contenían nada que pudiera haber hecho merodear a la rata, pero quizás el animal estaba aún más hambriento y desesperado que ella.

Trotó hasta el sitio con la sangre latiéndole en las sienes, los tendones tensos, preparándose para la caza. Un brillo detrás del cubo, el reflejo y de repente, el miedo.

Un hombre, un cazador, agazapado, la está mirando. Las tripas tensas, el miedo como una bola de acero dentro.

Sin emitir un gemido arranca a correr hacia atrás; Al girarse lo último que ve del hombre es su cara transformarse mientras se levanta. En un segundo ha pasado de ser cazador a presa.

Se dispara hacia la puerta donde tiene su pequeño y siente por instinto que es un error, le está llevando hacia ellos. Pánico que bulle de las tripas. En el último segundo, pasa de largo de la puerta y sigue corriendo.

Oye detrás de ella la carrera del hombre, que no es tan rápido como ella y sólo pide que la siga, que no haya entendido por qué iba hacia esa puerta. Gira bruscamente en la siguiente esquina y se encuentra con una avenida enorme que no ha pisado en ningún momento. Con las pulsaciones a mil por hora, se da media vuelta y oye al hombre llegar a la esquina a la carrera.
Y de repente… la bola de miedo es rabia, la bola de miedo es supervivencia, adrenalina y, en un segundo, es calma. En el momento en el que el hombre aparece, se tensa y salta a su cuello. El hombre, sorprendido, apenas consigue levantar la mano con el cuchillo y rozarle las costillas cuando ella con fuerza cierra sus dientes en su cuello. En su boca se siente un chasquido y un líquido caliente llenándole la boca. Traga y muerde, furiosa, desatada.

El hombre manotea y le agarra de la cabeza y ya sin fuerzas hace resbalar el cuchillo por la espalda de ella, dejando una línea roja tenue que ella apenas nota.

El hombre cae al suelo y ella muerde y mastica. La mente vuelve en sí y reprime el instinto de aullar a la luna, borracha de poder y de vida, de seguir viva un día más. Lame el charco de sangre que sale del cuello destrozado del hombre y mira a su alrededor, todo ha transcurrido en apenas un minuto y no parece haber atraído a ningún animal.

Duda, quiere arrastrar el cuerpo del hombre hasta su refugio y tener alimento para varios días, pero sabe que solo conseguirá atraer al resto de peligros que les acechan. Así que con mucho pesar lo abandona ahí, ésta misma noche han de abandonar el refugio y no tiene tiempo que perder. Se acerca a un charco a beber. En él, la luna le devuelve su reflejo, los ojos acerados y el pelaje plateado completamente teñido de rojo. Se lame el hocico y bebe unos pocos sorbos lentamente mientras siente cómo la vida se abre paso en su interior, la leche comienza a subirle a los pezones.

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