Mi Dilema

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Mi Dilema

Por: Miguel Ángel Puerto Bellod

Últimamente me asalta una duda: si hice algo o no hice nada, si actué bien o mal, si culpable o no culpable, si sí o si no. Lo peor de ello, es que cualquiera que fuere la respuesta correcta, la pregunta en sí, me llena de desazón.

Lo cierto de este asunto, es que mi viejo estaba insoportable. Pesado y terco siempre lo fue, pero al enviudar se volvió huraño y cada vez me tragaba menos.

Solo de una cosa estoy convencido: ¡Tenía razón! ¡vamos! Y la sigo teniendo. Por eso lo maté. O se murió. Es que no lo tengo claro, porque yo hacer no hice nada.

Si acaso, premedité el hecho. No sé yo si con eso basta. En cuanto a la muerte de mi padre… no puedo afirmar que me doliera. Dispongo ahora de su piso, sus ahorros del banco y su coche usado; incluso una pequeña pensión de orfandad.

Y “el crimen”, ¿Qué recuerdo de él? Pues que estaba en casa, habían venido unos amigos a tomar copas. Todos ellos afirmaron verme allí a la hora del suceso, mientras mi padre estaba en su cuarto, acostado en el lecho. Yo le había dado eso que los matasanos llaman un antiestamínico. Me dijo que quería dormir, así que apagué la luz y cerré la puerta. A la hora y cuarto aproximadamente volví a entrar. No sé, tuve un mal presentimiento y allí estaba él, en posición yacente con la boca abierta; un pálido color lechoso en el rostro y lo que es peor, no respiraba.

No hubo investigación; bastó el certificado de defunción que emitió el forense. Sin llegar a meterse en el dormitorio, eso sí; pues la situación no era para menos. Luego pésames, condolencias y un breve duelo tras el sepelio. A la semana siguiente otra vez de fiesta con los colegas. Si no hice nada…

Dos días antes de morir vino a verlo el médico, era una visita rutinaria y me dijo que se hallaba estable dentro de la gravedad. Tranquilidad, reposo y una dieta variada es cuanto recetó. Solo en caso de empeoramiento habría que llevarlo al hospital.

Volvió a visitarlo al día siguiente, será que no las tenía todas consigo y al parecer así era. Pues diagnosticó que estaba grave. En ese momento pensé «ahí te quedas, maldito».

Puede que resulte un poco cruel, pero ¿Qué podía hacer yo? Si me salió del alma.

Ahora, más tranquilo, puedo recordar la conversación habida con el viejo hace poco más de un mes, con su parrafada final «no verás un duro mientras yo viva». Mi primera reacción fue cogerlo del cuello y ahogarlo, pero contuve mis instintos primitivos.

Como contrapartida, urdí un plan. Cierto que no tuve que buscar mucho, pues a los tres días telefoneó uno de los colegas diciendo que nuestro amigo Alberto había dado positivo en un test de covid. Todos estuvimos con él durante la pasada semana, por tanto debíamos estar infectados. Era la ocasión que esperaba, la tenía en mis manos; así que «un abrazo papá, dame un abrazo» —le dije tras unas severas palabras que tuvimos.

Se negó, pero al siguiente día se avino a dármelo; eso sí dejando claras sus intenciones «no creas que por ello voy a cambiar de opinión» —me dio por respuesta. Bien me sabía yo que mi padre era hombre de palabra y que la cumpliría.

Pasadas cuatro jornadas del efusivo apretón, estábamos los dos con una especie de catarro. Opté por apagar el “móvil”, despidiéndome de mis troncos hasta mi deseada recuperación, la cual se fue produciendo con lentitud mientras que “mi viejo” evolucionaba de forma inversa.

-«Voy a ser un asesino, tendré un crimen perfecto con una coartada perfecta», pensaba mi ilusa mente creyéndose poseedora de un secreto inescrutable para policías, juez y forense…hasta que conecté el móvil.

Y me enteré.

Me enteré que Alberto había dado un falso positivo al quedar la muestra contaminada. Ni él ni el resto de amigos habíamos tenido el virus.

Quedé decepcionado, y me sentí traicionado por mi padre, pues fue él quien contrajo la temida enfermedad y me la trasmitió. Aquel abrazo de judas se volvió contra mí.

¿Saben lo que de verdad me dolió? Créanme que no fue el hecho de sentirme burlado o verme enfermo por culpa del viejo. No, nada de eso. Verán que les cuente, cuando recibí la noticia del falso positivo, empezó a resonar en mi cabeza una de las lindezas con las que mi progenitor se dignaba hostigarme «nunca sacarás nada adelante». La frase comenzó a martillear sobre mí como una sentencia condenatoria, pues hasta el final iba a tener razón. Había fracasado en mi tentativa de darle muerte, ya no me podía reír de la justicia, de la policía, de la medicina forense, ni siquiera de mi padre… Adiós a mi gran secreto, adiós al placer de sentirme impune dentro de mi culpabilidad.

Parecía que la desesperación se volcaba sobre mí; «nunca sacarás nada adelante», se convertía en una constante que retumbaba ya por mis sesos una y otra vez.

¡Pero no! No será así —me hice esa determinación.

Fue sencillo, el último día de su vida le di un antiestamínico, creo que ya lo he dicho. Acompañado eso sí, de tres rulas que me pasaron los colegas, para mi particular uso (confieso que esto último lo omití anteriormente); y ello en vez de sus pastillas de medicación. El caso es que las vio, me miró a los ojos y no protestó. Interpreté que no se daba cuenta. Aquello fue, una especie de eutanasia practicada a mi arbitrio.

Tras el sepelio me congratulaba mirando una fotografía suya y diciéndole irónicamente: ¿Ves tío capullo, ves como sí puedo sacar algo adelante?

Poco me duró la alegría, muy poco. Pues al final ganó el viejo ¡Qué cabrón!

Vino a ser la cosa que acudí a la consulta del que fuera su médico geriatra, para recoger un informe sobre su estado de salud previo a la muerte (a solicitud del gestor que tramitaba mi pensión). —Aquí tenemos su testamento vital —dijo el facultativo mostrando un sobre, su padre dejó por escrito su firme intención de no prolongársele la vida de modo artificial en caso de enfermedad grave e incurable. Aunque no pudo ser así, nadie se atrevería a aproximarse a un enfermo de covid en las circunstancias que vivimos.

Quedé mudo, cabizbajo, con la mirada vacía. Me despedí y salí de la consulta.

Una vez en la calle me senté en un banco y comencé a llorar. La maldita frase “nunca sacarás nada adelante” tornó a mis oídos. Volvía a escuchar sus palabras y me resultaban repulsivas. Tracé un plan, lo ejecuté y resultó ser su propio proyecto (claro, por eso no protestó al no reconocer las pastillas). Y yo, encima de todo había cumplido su última voluntad, igual que un buen hijo. Pero ¿Cómo iba a presumir de ello ante los amigotes? El viejo ganaba su última partida después de muerto. Y volvía de la tumba para seguirme castigando con su horrendo lema. O sea que yo al final no hice nada, nada que él no quisiera que hiciese ¿Comprenden ustedes mi desesperación? ¿Me comprenden ahora?

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