Por: B. Sedó
Los hechos que les voy a narrar a continuación tuvieron lugar hace ya algún tiempo (aunque no demasiado, no vayan ustedes a pensar mal).
Estamos en algún punto de París, no muy lejos de la Île de la Cité, más conocida por ser el lugar donde se alza la impresionante Catedral de Notre Dame.
En lo alto de un tejado, al lado de una chimenea, en un nido fabricado con ramitas de árboles cercanos, descansa François, un bello ejemplar de cigüeña. François hace ya tiempo que se dedicó a una vida sedentaria. Ya tiene muchos años y, poco a poco, va perdiendo la ilusión por vivir. Todo comenzó el verano en que, estando en Nájera, en lo alto de la iglesia de Sta. María la Real, ocurrió un terrible accidente y al pobre François se le rompió el ala. Le costó un tiempo recuperarse de tal desgracia y, desde entonces, no ha vuelto a ser el mismo. A duras penas consiguió llegar a París, de modo que decidió no volver a emigrar jamás. Y cumplió su palabra, porque el día en que comienza nuestra historia, en pleno invierno parisino, allá se encontraba nuestro protagonista viendo pasar el tiempo desde su tejado, solo y abandonado por los de su especie, que, viendo llegar el invierno, habían decidido emigrar a tierras más cálidas.
François estaba acicalándose con el pico, como acostumbraba hacer todas las mañanas, cuando a su lado se posó Clément, una paloma mensajera. François la miró con cara de sorpresa. No esperaba la visita de nadie.
—François —le dijo Clément— Tengo un encargo para ti.
—Yo ya no hago encargos para nadie —le respondió François— Pídele a otro que te lo haga.
—No tengo a nadie más. Están todos en el sur. No puedo esperar a que vuelvan. Es muy urgente.
—Está bien —accedió François a regañadientes— ¿Qué necesitas?
—Necesito que lleves un paquete a España, al norte.
—Eso está demasiado lejos, mi cuerpo no lo aguantará. Ya soy muy viejo para hacer esos viajes.
—Confío en ti. Sé que lo lograrás.
—No sé, me lo tendría que pensar.
—Venga, hazlo por mi —le rogó Clément— Además, una vez en España a lo mejor te puedes quedar allí. Siempre tendrás mejor tiempo que aquí. Y, ya que has decidido no volver a migrar, mejor que te establezcas en un lugar más cálido.
—Está bien. Dame el paquete y esta misma tarde saldré para España.
Clément le dejó a François un paquetito envuelto en una sábana blanca. Tras realizar una serie de tareas pendientes y dejar bien limpio y ordenado su nido, François se colgó el paquete del pico a modo de hatillo y emprendió el vuelo al sur.
Al principio los primeros aleteos le costaron mucho. No es porque no volara ya (de vez en cuando le gustaba darse paseos por París), sino que no estaba acostumbrado a llevar tan pesada carga. Y es que los tres kilos que pesaba el paquete se tornaban pesados para una cigüeña, y mucho más para nuestro protagonista.
Sin embargo, François pronto se olvidó de sus dolores y de sus achaques en cuanto salió de París. Comenzó a volar sobre los campos y comenzó a recuperar energías. Volvía a absorber el aire limpio y puro y volvía a disfrutar de la libertad. Recordó su primera migración acompañado de sus padres y hermanos. Recordó la primera vez que había disfrutado de aquella sensación al surcar los cielos sintiendo el aire de frente y viendo los paisajes cambiar. Se le había quedado grabada en la memoria y no se había permitido el lujo de olvidarla.
Pasó la noche en un nido abandonado sobre la torre de una pequeña iglesia de pueblo y al día siguiente siguió el viaje rumbo al sur, sobrevolando aldeas y campos. De vez en cuando los labradores se le quedaban mirando asombrados de ver una cigüeña por esas latitudes a esas alturas del año. Pero se asombraban aún más cuando se percataban del paquete que portaba François.
Después de tantos y tantos kilómetros volando, tras sobrevolar Burdeos, François divisó el mar por primera vez después de tanto tiempo. Había olvidado las sensaciones que le embargaban cada vez que lo veía. Para él el mar transmitía calma y, a la vez, vivacidad. La gran masa de agua cuyo color cambiaba a antojo del cielo y de las nubes le calmaba el corazón, pero ver cómo el mar bañaba las costas y rompía en pequeñas olas en las playas le recordaba que, como él, el mar también tenía vida. Y no sólo vida, sino genio. Cuando el mar se embravecía todo el mundo se enteraba, sobre todo cuando, furioso, golpeaba con toda su fuerza contra las rocas y los riscos. Sin embargo, cuando François lo vio, estaba en calma.
Por fin, después de tanto viaje, François divisó la costa española. Sobrevoló los montes vascos y se adentró en La Montaña, el nombre con el que se conocían las tierras cántabras. Se quedó asombrado cuando, tras un valle y un pequeño monte, divisó un
pueblecito marinero situado en una bahía al principio de una inmensa playa de arena fina. Se juró que se instalaría en ese lugar tras la entrega del paquete. Tal era la fuerza con la que le golpeó la visión. Se había enamorado de aquel lugar, que se le antojó un paraíso terrenal.
Tras descansar brevemente inició la última etapa de su viaje. Cruzó una ría, desde donde divisó unas marismas y un pueblecito. Descendió y se posó frente a una casa del pueblo.
Golpeó la puerta con el pico, dejó el paquete sobre el felpudo con sumo cuidado y se posó en un tejado cercano para poder observar lo que ocurría en la casa. La puerta se abrió y un joven matrimonio, acompañado de una niñita rubia apareció en el umbral. El hombre se agachó para recoger el paquete y François pudo ver cómo se le iluminaba la cara de felicidad al comprobar que dentro del paquetito había un niño rubio de ojos verdes grisáceos y con una carita sonrosada.
Corría el mes de enero de 1924 y el pequeño Benjamín acababa de reunirse con su familia. François, satisfecho, pudo retirarse por fin a descansar.
A mi abuelo
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